Una nota apresurada, llena de tachones y frases a
medio terminar. Y que queme como el fuselaje de un avión recién abatido. Eso
sería lo apropiado para hablar de Quien
manda uno. O poder dibujar un cómic llamado el artificiero irónico y hablar
del arte de la explosión y el recuento de ecos y metralla. Pablo López Carballo (Cacabelos, 1983) manipula el idioma, los idiomas, una vez le ha
estallado en las manos. Ese es el plan. Otra vez escribir sobre unas ruinas encontradas. Nos tienen dicho que la poesía es
jugar con las palabras y las cosas, con su relación, trazando dinámicas de
profundidad o sentido. Escribir el mundo, a riesgo de que te saque los ojos. Crearlo
de puro idioma, con el mismo peligro. Quien manda uno dice precariedad, escribe
precariedad, porque sabe que no existe arte más al borde de la nada que el de
la poesía. Rompe un puzzle, le prende fuego a las piezas y juega con sus restos
con toda la fascinación posible. Poemas al borde de sí mismos. Las cosas casi
huérfanas de nombres. Un juego, ya sabemos, en el que reconocemos alguna de las
reglas: la extrañeza del fragmento o la búsqueda deliberada del palimpsesto, la
acumulación babélica de citas e idiomas, el verso tachado, la música disonante.
Nos puede recordar a Olvido García
Valdés o a Marcos Canteli, por
decir algo cercano y reciente. Pero esto es un libro de contrapoesía y un libro
también contra los poetas y su oficio grandilocuente y vacío. No hay poesía sin
precariedad. Insiste. El mundo: cuando
escuchamos / nada tiene nombre
(p.19). Y quien quiere contarlo: testaferro
de lo que no tiene voz/ dando fe de
lo innombrable:/ poeta,/ o algo menos (p.81). Lo dicho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario