viernes, 28 de noviembre de 2014

La herencia maldita (Leopoldo María Panero y el virus del Romanticismo)



Leopoldo María Panero murió a principios de marzo, aunque algunos datos apuntan a que no estaba vivo desde mucho antes. Si estar vivo es esto que tenemos. Y como ya sabemos que para definir algo se necesitan sus límites y su opuesto convendremos en que la (no)vida de Panero se nos hace necesaria para justificar la nuestra: el equilibrio falaz de la mayoría necesita el desequilibrio obsceno de unos pocos para tener sentido. La tiranía de la normalidad, y su fascinación por lo torcido. Atracción, miedo y asco. Lo sublime hecho carne, la certeza de que el abismo al que nos asomamos al mirar a Panero también está dentro de nosotros. La locura. El virus del romanticismo inoculado en nuestras filias. Todo eso. Porque Panero fue un poeta formidable pero también fue un loco, y esa biografía torcida condicionó tanto la recepción de su obra como su propia escritura. Sobre eso hablaremos aquí.
Reconocemos que la poesía de Panero resiste el embate de su vida, y que tal vez sea una de las más profundas y personales del último tercio del siglo XX, admiramos la belleza terrible de sus palabras, pero sabemos que todo va unido al espectáculo de lo maldito, al magnetismo de las palabras poeta y loco unidas en nuestro imaginario. Se vio cuando murió, la prensa y las redes sociales se llenaron de obituarios, semblanzas y recuerdos como pocas veces antes para un poeta: Panero tenía fans, su figura trascendía la estrechez habitual del mundo poético. Algo tenía que ver el personaje. En la prensa cultural la mayoría de titulares, o subtítulos, destacaban la palabra loco o la palabra maldito. El loco y genial, dijeron directamente en ABC. Loco y genio. Igualmente casi todas las firmas reconocidas que esos días glosaban la figura del difunto incidían sobre todo en el aspecto disparatado y trágico de su locura, trufando los textos con anécdotas de su vida que parecían competir en truculencia. Panero delante de decenas de refrescos de cola. Panero fumando cigarrillos liados con sus propios excrementos para librarse de algún sortilegio. Panero escribiendo en trance varios poemas que luego arroja al viento desde un acantilado en uno de los permisos que le dan en el manicomio. Panero haciendo locuras. Panero y los otros Panero, claro. Porque se ve que  a la mayoría de los lectores de periódicos les interesa muy poco la poesía y sí bastante la degradación ajena.  El morbo de lo posible, ese espejo turbio y lejano.
La imagen de Panero como un loco, a medio camino entre un desgraciado y un iluminado sublime también es una construcción icónica de la España postfranquista. Pensemos en las dos primeras películas sobre su familia. En El desencanto (Jaime Chávarri, 1976) hay una escena insertada entre dos secuencias dialogadas donde aparece Leopoldo María solitario y lejano en un cementerio, la fotografía enfatiza un retrato sutil y brutal de lo que ese hombre es ya. Alguien al borde de sí mismo, un abismo humano. Ya en Después de tantos años (Ricardo Franco, 1994) Leopoldo María adquiere mucho más protagonismo y se nos muestra con demora la estrella de su degradación psicológica, la mirada ralentizada sobre su cuerpo desnudo bajo la ducha, su boca entreabierta como destilando ausencia. Hay un punto de exhibicionismo, de obscenidad directa. Es un loco y quieren que lo veamos crudamente.
Esa deriva desde la insinuación hasta la autoconciencia, por momentos paródica, que se ve en los dos filmes también se verá en la forma en la que su poesía se acercará al tema de la locura. Pareciera que se le da al público lo que quiere: la desnudez de la locura y de la genialidad, su crudeza, pero también la demostración de que el tópico es real. Una construcción cultural, artística, por tanto artificial, que sostiene que el arte es una forma de locura, y también que el arte es motor del enloquecimiento, y viceversa. Todas esas raíces románticas, que se vienen arrastrando desde muy atrás y que incluso se han colado en los palacios de la ciencia. No olvidemos que en la antigua Grecia se entendía directamente la poesía como una enfermedad divina, una locura inoculada por los dioses. Por ahí deambulaban Platón y otros. Creatividad y locura, enfermedad e inspiración poética. Esa vieja intuición adquirió categoría propia en los albores de la contemporaneidad, con el movimiento romántico, y acabó arrastrándose hasta la época del cientifismo positivista y aún a nuestros días. Así encontramos a Césare Lombrosso, que del mismo modo que relacionó genética y criminalidad, estableció una relación directa entre creatividad y enfermedad mental, aduciendo también el componente hereditario de ese binomio. La estirpe Panero podría confirmar este supuesto. También es verdad que casi todas las teorías de Lombrosso han pasado ya al cajón de las rarezas y las curiosidades, pero abrió el camino para incursiones más serias. Así, desde los años 70, se han sucedido estudios de especialistas como Nancy Adreasen, Kay Jamison, Hagop Akisal, Ruth Richards o Arnold Ludwig, que basándose en arduas comparativas entre grupos poblacionales llegarían  a la conclusión de que las personas aquejadas de algún trastorno psiquiátrico sería estadísticamente más propensos a desarrollar una inquietud artística, sobre todo los enfermos de bipolaridad. Curiosamente la depresión, la enfermedad mental más común, inhibiría la creatividad, puede que por que el arte sea precisamente lo no común. Esos mismos estudios apuntan, aunque hay un factor de imitación cultural que no se debe ignorar, que una persona dedicada a las artes, salvo si es arquitecto, tendría más posibilidades de enfermar. Una doble dirección que parecería justificar, desde la ciencia, el tópico. Aunque ya hemos dicho que en algunos casos puede ser que el artista devenga loco, maldito, o perdedor, porque es lo que se espera de él. Algo así pudo pasar con Panero. El peso del aura que acompaña al artista maldito, al loco genial, desde la época romántica.
Si echamos un vistazo a la evolución de la representación del loco en la Historia de la pintura podemos constatar cómo, efectivamente el Romanticismo supone un punto de inflexión, y a partir de ese momento el desequilibrio mental va acompañado de una carga de heroicidad trágica. Por ejemplo. A finales del siglo XV, El Bosco, dentro de su amplia y corrosiva crítica a las costumbres y jerarquías morales,  ofrece al menos dos obras con el tema de la locura y los locos como eje: La extracción de la piedra de la locura (1475-1480)  y La nave de los locos (1490-1500). En ambos se puede ver la consideración que en esos tiempos se podía tener de esos sujetos dementes. Cierto es que también hay una crítica inmisericorde al estado de las cosas, sobre todo en la primera pintura, donde el loco es una víctima pasiva en manos de unos doctores, o jueces de la normalidad, que a simple vista parecen más locos, absurdos con poder, como si se adelantaran, entre otras líneas subversivas, las teorías de la antipsiquiatría. Pero la imagen que se transmite es la de un patetismo ridículo, que mueve a la risa cruel más que al compadecimiento. También ocurre lo mismo en La nave de los locos. Esos locos, de varia condición social, están presos de la vida sensual, las pasiones y el apetito sin freno, al límite de lo que se conoce como dignidad humana. Y derivan, claro. Más allá de la crítica demoledora a su mundo El Bosco retrata el sentido, nada heroico, de la locura en aquellos tiempos.
Luego vendrán otras miradas, como la de Shakespeare sobre alguno de sus personajes, que enlazarían la locura con la tragedia. Pero no sería hasta el Romanticismo que no se sentarían las bases del loco como héroe, de la locura como ruptura de la norma y por tanto como epítome de la libertad. Ya sabéis. Libertad, creatividad y pasión desaforada son elementos cruciales en este nuevo marco cultural, así que se harán necesarias nuevas representaciones para nuevas cargas de significado. De eso se encargará Théodore Géricault, que aparte de vivir una vida romántica, dedicó una magnífica serie de retratos a internos anónimos de manicomios y prisiones. Locos. Pintados con la misma dignidad con la que hasta entonces sólo se pintaba a los personajes admirables, o cuyo poder movía a la admiración. En esas miradas perdidas se termina de configurar el nuevo estatus de la locura. Un espejo fascinante para el miedo y el asco, un precipicio al que asomarnos. Así. En esa época se inicia una tradición de locos geniales, cuya locura dota de brillantez atractiva la recepción de su obra. La misma aura que acerca a la gente a la obra es la que los aleja de la persona, dicho sea de paso.
Es en esa tradición donde Leopoldo María Panero se inserta conscientemente.
Lo vemos en ejemplos tempranos como los del poeta Friedrich Hölderlin, romántico cuyos últimos años de vida estuvieron anegados de un desequilibrio tal que le llevó a crear una nueva personalidad, también poética, llamada Scardanelli, que fue la que firmó sus últimos textos. Un Scardanelli que es citado en diversas ocasiones por Panero, que se identifica sin rubor no con Hölderlin sino con su reflejo roto: Scardanelli (véase el poema final, entre otros, de Piedra negra o del temblar, 1992). Así es como poetas como Gérard de Nerval o músicos como Robert Schumann forjaron ya para siempre el mito del artista romántico, tan genial como loco, tan destruido por su genialidad como por su locura. A partir de ahí la nómina es interminable, pero alguno de esos nombres se pueden rastrear directamente en los poemas de Panero, para el que la locura y los locos acabaron siendo también un tema central. Recurrente en su obra es la mención a Ezra Pound, Georg Trakl y sobre todo a Edgar Allan Poe, a los que se suman una serie de personajes relacionados con la locura o con algún aspecto del malditismo. Entiende pues Panero que la locura también es un fetiche cultural. Una construcción simbólica y literaria que resulta admirable, frente al patetismo de la locura real que ofrece la psiquiatría y en la que no cabe esa dualidad entre genio y loco. Panero se inyecta el virus del Romanticismo como una droga para la supervivencia. Desea pertenecer a ese mismo Parnaso enfermo y no al jardín de los despojos humanos. Se identifica también con personajes literarios como Peter Pan o la Alicia de Lewis Carroll, paradigmas del destierro racional  sublimados por el arte. Héroes.
Esa autoconciencia, vertida en referencias a la locura y a los locos, se gradúa dentro de su poesía, y podría corresponderse tanto con la evolución de su enfermedad como con la consolidación de su personaje mediático. La tiranía de las expectativas, entre otras cosas. Una evolución literaria que reflejaría el mismo viaje que se aprecia entre las dos películas que antes comentábamos, entre lo sutil y lo explícito. En sus primeros libros hay referencias claras a la enfermedad mental pero están insertadas en un flujo mucho más amplio dentro del mensaje, son más elípticas, y quizá por ello adquieren una violencia íntima, soterrada, que resulta más terrible y contundente. Así que no será hasta 1980 que titule a uno de sus poemas, no será el último, El loco ( en Last river together) o que en el prefacio de El último hombre (1983) diga directamente “[el libro es] testimonio de la decadencia de un alma […] la locura llevada al verso: porque el arte en definitiva, como diría Deleuze, no consiste sino en dar a la locura un tercer sentido: en rozar la locura, ubicarse en sus bordes”. El poeta ya sabe que su mente es el campo de combate poético, que de sus escombros puede llegar su gran obra. De esta manera a lo largo de los años 80 su obra, igual que su vida se va llenando de manicomios, se va decantando hacia la explicitud y esa autonconciencia de la locura tamizada por sus elementos culturales, por fetiches cada vez más superados por la propia figura de Leopoldo María Panero. Un libro como Poemas del manicomio de Mondragón  (1987) supone, en ese sentido, el salto más directo hacia esa nueva senda. Enfatizado por breves muestras como Globo rojo (1989), que incluso podría recordarnos a ese otro Molino Rojo (1926) de ese otro poeta loco como fue el argentino Jacobo Fijman. O llamar Locos  (1992 y ampliado en 1995) a otro libro, por ejemplo. Diríamos que hay en Panero una necesidad de epatar, pero no desde la impostura, tan postmoderna ella, sino desde la verdad, de construir el poema con fuego y de arder su es necesario. La destrucción fue mi Beatriz, dijo, y se lo creyó.
Podríamos concluir que el primero que abusó de ese tópico del poeta loco y genial, que luego reprodujeron hasta el hartazgo los comentaristas de su muerte, fue él mismo. Panero mismo cavó esa espiral verso a verso, vida a vida. Por eso se hace tan complicado separar su obra de su biografía, y por eso mismo se corre el riesgo de que la biografía devore la obra y la convierta en un adorno o un síntoma. Que se lea a Panero sólo para buscar la locura o que se desprecie su poesía con el rápido e injusto juicio de que sólo son los delirios de un enfermo con algo de cultura. Tal vez sea inevitable y todos seguimos contagiados del mismo virus romántico que el poeta. Ya. Por la razón que sea la obra de Leopoldo María Panero ha merecido el reconocimiento masivo de los lectores, aunque no de las instituciones, lo cual da para otra debate: la distancia entre la vida real de los libros, la pasión lectora y los laureles de plástico que el poder otorga. El caso es que Panero se lee mucho, probablemente por ese prejuicio, por la sombra bestial del personaje, por toda la carga de connotaciones que una vida así arrastra, por toda la carga que seguimos arrastrando desde el Romanticismo. A algunos eso se les resulta atractivo y a otros insoportable. A unos y a otros les recomendaría acercarse a sus libros, a la mayoría de los que escribió en el siglo XX, con las manos vacías, dispuestos a caer en un pozo de belleza terrible, a una obra poética imprescindible para comprender tanto al ser humano como a la propia poesía. Pues eso. Maldito Panero de los abismos.



(Artículo publicado en el número de noviembre de la revista Quimera, especial LPM)

jueves, 6 de noviembre de 2014

ruido negro: experiencia poético-musical junto a Rubén Martín y Primo Gabbiano

El pasado 1 de noviembre, tal vez para celebrar el Día de los muertos, Antonio Rodríguez (aka Stalker, aka Arshesh, aka La tercera cabeza de Kokoro) organizó un encuentro en la Llibrería Calders de Barcelona para que mi poesía y la de Rubén Martín se mezclaran con la música experimental de Primo Gabbiano y algunos de nuestros poemas fetiche de la Historia de la Literatura, un descubrimiento artístico mayúsculo. El asunto llevaba por título Ruido Negro y quedó tal cual se ve en el vídeo, al menos nosotros sufrimos algún tipo de acceso catártico, lo suficiente como para querer repetir algo así.