sábado, 22 de diciembre de 2012

Hojas de hierba quemada.


ANTOLOGÍA DE SPOON RIVER, Edgar Lee Masters (trad. Jaime Priede), Bartleby Ed, 2012, Madrid, 376 pp.


Edgar Lee Masters (Kansas, 1868- Pensilvania, 1950) fue un abogado comprometido y crítico cuyo trabajo le mostró las ineficiencias y contradicciones de la más vieja democracia del Mundo. Eso le curtió. Dándole, de paso, materia prima para escribir. Unos ojos abiertos que ven la realidad social como una compleja maraña de luces y sombras, una pluma afilada. Masters escribió el libro de poemas más vendido de la Historia de EEUU y, aunque luego publicaría más cosas, solamente se le recuerda por este. Otra nota: a veces el triunfo puntual equivale a un fracaso vital. En parte así fue la vida del abogado liberal que quiso ser escritor y obtuvo un éxito rotundo, y aún hoy. Porque todavía podemos leer las lápidas de Spoon River como quien lee las líneas de la mano de una nación. Así de certero fue. Su vigencia continúa siendo apabullante y no solo por el contenido sino también por la forma. El qué y el cómo.
Lo que hoy seguimos llamando literatura de riesgo, esas radicalidades postmodernas que todavía enervan a algunos lectores extrañamente tradicionalistas de poemas, ya fueron escritas hace mucho tiempo. Tanto como cien años. Construir, por ejemplo, un libro como un collage en red, donde cada poema es una voz que se narra a sí misma y se entrelaza, monólogo a monólogo, en un tejido común, desvaneciendo el yo romántico en la multiplicidad del nosotros-cada-uno-dueño-de-sí propio de los nuevos tiempos. Todo eso sigue siendo moderno ahora, cuando gran parte de la poesía actual continúa atada a fórmulas mucho más antiguas. La Antología de Spoon River fue publicada en 1915 y desde entonces es vanguardia poética. Pero también analítica. Tan certero fue. Si queremos entender qué es EEUU junto a los tratados de Sociología o Historia habrá por fuerza que leer este libro.
Ya pudimos leer otra traducción completa al castellano de la mano de Jesús López Pacheco en 1993, en Ediciones Cátedra, ahora es Jaime Priede el que le pone voz a los muertos. Con algunas licencias, sobre todo para enfatizar ciertos coloquialismos propios de los personajes de extracción social baja, reproduce los diferentes tonos de los monólogos, aunque es, como ocurre también en el original, en los de perfil más bajo y realista donde adquiere más fuerza, mucho más que en los textos donde se pretende alcanzar supuestas alturas líricas. Destaca más la crudeza de la historia, el guiño irónico, el latigazo moral, que cualquier metáfora o juego verbal con el que Masters quisiera sorprender.
La parte central de la Antología es un conjunto muy nutrido de monólogos declamados por los muertos del cementerio de Spoon River, ciudad inventada pero que es un remedo de varias ciudades reales estadounidenses. Comienza con el poema La colina (p19) donde se realiza una panorámica general del camposanto introduciendo el tópico medieval del ubi sunt. Qué fue de. Para a continuación responder a esa pregunta en boca de los propios muertos, que nos hablan de las circunstancias de su vida y de su muerte. Voces que se van mezclando, generando eso que llamamos sociedad, pero ahora desnuda de ropajes e hipocresías. Con la vida declarando sus verdades ya sin tapujos, desde el impenetrable refugio de la muerte. Confesiones, historias de triunfos fugaces y fracasos eternos. Algún que otro episodio que podemos relacionar con el género de las murder ballads. Todo en primera persona, en un yo múltiple que se reparte en cada poema, salvo el del Padre Malloy (p238), probablemente más como descuido que como hecho significativo. La comunidad que en vida se mentía y se miraba desde la distancia y desde las jerarquías aparece aquí igualada por la muerte, todos ocupan el mismo peldaño en el suelo de la colina.
Memento mori, que decían esos cuadros barrocos con esqueletos caminando sobre tiaras papales y coronas. La muerte es la verdadera democracia. Por eso entendemos este libro como el reverso tenebroso de las Hojas de hierba de Walt Whitman. Hojas de hierba quemada. Donde este canta a la fuerza impetuosa de una nación que se eleva sobre la igualdad y la democracia, lo que hace Masters es reseñar la verdadera igualdad en la muerte y desnudar la de la vida. En la colina no hay ya jerarquías, pero en la vida no hay otra cosa. El ímpetu real es el de la doble moral, el cinismo y la corrupción sistemática. El idílico resplandor de la democracia americana cantada por Whitman deja aquí al descubierto sus grietas obscenas: el caciquismo, la servidumbre al dinero y el doble discurso de las apariencias. Por eso hay una presencia entre estos muertos que destaca por encima de todas, la del banquero Thomas Rhodes, cuya sombra se proyecta en la biografía de gran parte del pueblo. Su poder inmoral pero implacable. Banqueros que atan y desatan la vida de toda una comunidad, en 1915 y cien años después. Los muertos ajustando cuentas, las aristas de lo bien visto, la ingenuidad traicionada, el fariseísmo, la levedad de la vida y la persistencia del fracaso. La historia de una ciudad en sus gentes, que puede ser Spoon River como cualquier otro enclave de EEUU o de cualquier otro país que haya comprado ese modelo. A cien años vista, a miles de kilómetros. Porque la historia de los lugares se escribe mejor en un poliedro complejo de mil caras que en una hoja plana. Cada punto de vista es necesario, cada uno de nosotros construimos la historia al fin y al cabo.
Acabados los monólogos nos encontramos con un fragmento ficticio firmado por uno de los muertos: el poeta que se apellida inequívocamente Swift. Y no es casual que se corresponda con el autor de Los Viajes de Gulliver, uno de los más corrosivos críticos sociales de la historia de la literatura. Masters se enmarca deliberadamente en esa corriente. La Spooniada es un poema épico con el pueblo como protagonista donde aparecen muchos de los personajes muertos de la otra sección. Volvemos a esa modernidad radical de hace un siglo y de hoy mismo. La ruptura de los géneros está ahí desde la misma nota introductoria al poema. Como si fuera Borges o cualquier autor postmoderno. Más aún si atendemos al abrupto final, cortando una frase, que incide en la ficción del manuscrito encontrado cervantino pero añadiéndole algo de la estética de la ruina, propia del romanticismo histórico o del fragmentarismo más rabiosamente actual. Insisto: lo moderno es antiguo y ya estaba aquí. Como sea. En La Spooniada lo que antes eran hilos sueltos, las biografías apuntadas por los muertos, que se iban tejiendo de manera sutil acaba configurando un tapiz, narrando un par de episodios que podríamos describir, como el resto del volumen, como una tragicomedia sobre la democracia.
Acaba este largo libro de poemas con una pequeña obra de teatro que termina de dejar claro el aliento barroco que lo empapa todo. Ese dramatis personae. Ese teatro del mundo que diría Calderón, al que hemos asistido en cada uno de los monólogos, ahora cerrado directamente sobre un escenario. Aquello, la vida de los ciudadanos de Spoon River, o de cualquier sociedad a la que le vaya bien ese espejo, propuesta como una continua representación dramática, un baile de máscaras para contar una verdad o un secreto necesario. En este final, Dios y el Diablo juegan a las damas y este último decide crear su propia especie con todos los  muertos de este libro-cementerio como espectadores. En un juego de correspondencias, donde el lector se acaba ubicando en el mismo graderío de los difuntos, como un personaje más cuya vida también se puede reducir a un poema. La vida como destellos en blanco y negro, el viento del error soplando en tantos y tantos corazones. Porque de uno en uno se hace el espesor de la hierba, la sociedad, la democracia. Por eso la Antología de Spoon River es el la cara B del sueño de Whitman. El sistema y sus piezas más pequeñas, intercambiables, desnudadas con rigor en este libro de poemas que bien podría ser una tesis sociológica, donde cada personaje desvela sus secretos, sus grandezas y miserias, y donde reconocerse es inevitable. Y necesario.



    (reseña aparecida en la revista Quimera de diciembre de 2012)

lunes, 10 de diciembre de 2012

Holy Motors puede ser.


No tenía ni idea de quién era Leos Cárax, pero creo que ya es difícil que se me olvide ese nombre. Antes había leído, como si fuera la huella difusa de un virus, otro nombre: Holy Motors. Se ve que de esto habla la gente que discute sobre las cosas que casi nadie ve, pensé. Cero interés, hasta que algunos de esos empezaron a ser los que saben qué nervio pulsarme para volverme loco. Así que empiezan las ganas de ver aquello y la necesidad se encuentra con la realidad de que no hay ninguna sala de cine que se atreva a exhibirlo en muchos kilómetros a la redonda. Esa constante para los que vivimos en ciudades pequeñas. Total,  estoy en Málaga y entro, pago mi entrada y la veo.  Resulta que soy de los que prefieren ver películas en el cine, pese al estrago en mi bolsillo. Son ellos mismos los que me obligan a ser pirata, son ellos los que no me traen las películas que me gustan. Que les den.

Ahora. Estoy en un cine especial en Málaga, donde ponen clásicos y marcianadas varias. Comienza Holy Motors y no pasa ni un minuto cuando ya sé que aquello es importante. No es algo más. Si acaso es algo más allá. En un allá fuera del mapa que llevaba a la entrada del cine. Acaba la película y en mi cabeza hay un tiovivo. Mi cara, supongo en un espejo dentro de mi cabeza, debe ser una mueca blanca, entre el asco, la risa y la pura alucinación. Te cuentan un chiste deliberadamente malo en un velatorio, contienes la risa pero lloras por dentro. La media sonrisa del impacto. No saber si ese chiste es la Capilla Sixtina. Holy Motors es mucho. Extraña. Insultante. Agresiva. Puede ser vista como un inmenso fraude pirotécnico, puede que esa sea la única verdad. La duda en sí misma es ya uno de los principales argumentos de Carax. A mí la película me vincula, me arrastra, me lleva a terrenos que considero propios: he escrito, creo, sobre cosas así en Idioteca o en Ruido Blanco. Me interesa esta distorsión. Holy Motors habla sobre la mirada. La representación, los medios, la realidad. Sobre lo que somos siendo, viendo, lo que nos dicen que veamos y seamos. Ese reino, ahora que es tan rabiosamente urgente desenmascarar el idioma embustero de cada día. El de los medios que deshacen nuestra autonomía en su mirada.

Al comienzo del film aparece una sala de cine llena de espectadores con los ojos cerrados, durante todo el metraje un actor ejecutará pequeñas obras maestras para nadie. La representación del vacío frente al vacío. La enfermedad del ojo. La del Mundo. Historias sobre nuestro mundo, más virtual que concreto, sobre nuestras convenciones sociales, nuestra moralidad. Sobre las leyes de lo que es. Cuando podría ser cualquier cosa. Y el escándalo, claro, la rareza suprema dentro de un espejo que es un charca. Weird, so weird, como repite el fotógrafo de moda en una de las muchas delirantes escenas .  Eso. Esta película es un susurro molesto en el oído, algo que dice: eh, chico, la realidad es un inmenso fraude, tu propia vida es un mal papel. El vacío, el simulacro. Esas cosas que somos.

Holy Motors es un golpe en la brújula. Se sitúa deliberadamente al límite de todo para arrastrarnos más allá, y puede que ambos caigamos sin remedio al otro lado de lo asumible. Puede ser.  Leo un tuit de Javier Avilés donde compara la película con la mierda de artista de Manzoni por su poder para paralizar a la crítica. Le entiendo. La crítica que abunda en que Holy Motors es un fraude se tilda a sí misma de timorata, tal vez sorprendida de ver su propio retrato, mientras que la crítica que elogia sin medida reconoce que el embaucador ha podido con ellos. La película es un fraude mayúsculo. La película es una obra maestra. Puede ser, incluso ambas cosas a la vez. Por lo que a mí respecta tengo claro que me ha supuesto un par de buenas hostias donde más duele, que ha conseguido emocionarme (en el sentido amplio de la palabra) y que sé que eso es lo único que realmente acaba mereciendo la pena de cualquier tipo de arte. Y luego, claro, está la audacia. El atreverse a hacerlo. Como enlatar mierda de artista. Hay que ser valiente para cruzar una puerta que nadie quiso cruzar antes. Leos Carax la ha dejado abierta para nosotros, podemos asomarnos e incluso entrar, para acabar comprobando que ya estábamos allí desde el comienzo.

Yo os advierto: ved Holy Motors, aunque puede que solo recordéis el nombre de Leos Carax para buscar venganza.