viernes, 28 de septiembre de 2012

Acerca de la permanencia.


LO SOLO DEL ANIMAL, Olvido García Valdés. Tusquets Editores, 2012, Barcelona, 208 pp.

Hace cuatro años Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, Asturias,1950) reunió toda su obra poética en Esa polilla que delante de mí revolotea (Galaxia Gutenberg), dejando constancia de ser una de las voces más personales y depuradas de la poesía actual. Su nuevo libro, Lo solo del animal, se mueve en las mismas coordenadas. No hay apenas evolución desde entonces, pero es que el corpus de esta obra se reconoce y se construye en profundidad, no bajo la idea de progreso lineal o saltos de riesgo. Hilado desde la coherencia del mensaje y su forma. Me explico. Ya desde la cita de Freud que abre el libro se nos avisa del terreno que vamos a pisar: el interregno entre la memoria y los sueños. El mismo espacio en el que se desarrolla la mayor parte de sus libros anteriores. Se pretende responder a la pregunta de qué es lo que somos, si lo que somos es aquello que permanece, aquello que resiste y nos sustenta. Un algo que, a estas alturas lo sabemos, no puede entenderse del todo, no, al menos, con las palabras gastadas del día a día. En ese misterio íntimo e inasible es donde quieren crecer estos poemas. Los ecos. Las correspondencias. Lo que resuena dentro entre el turbión de los días (p.171). Aquello que no puede ser comunicado (p.36) y que forma la base de la comunicación poética. Ese hila que hila el fantasma/ entre lugar y hueco (p. 111)  Ese misterio, que es la clave de lo que somos. Y sabemos que el ser es tiempo, y que el tiempo humano no es otra cosa que memoria.    
            La cuestión es cómo decirlo, cómo apresarlo y con qué palabras.
            Se pregunta en un poema: ¿La fuerza de una imagen es efecto del punto en que se cruzan las asociaciones, o es solo su pureza la nitidez extraña y viva de una impresión?(p. 58)
            Entonces Olvido García Valdés entiende que escribimos recordando, segregando el lenguaje como un fluido orgánico. Extraño y propio. La escritura es la resina que destilamos del tiempo que somos, que por definición se nos escapa y que es irremediablemente incomprensible. Supuramos poesía para intentar comprender el tiempo, para intentar de esa manera comprendernos a nosotros mismos. Esa es la idea. Y de ahí la forma de los poemas, la dicción propia de la autora, tan reconocible y tan coherente con lo expuesto hasta aquí. De ahí esa música antigua (p. 123), de un tiempo fuera del tiempo, como el puzzle disuelto de nuestra memoria, ordenadamente caótico. Así. Olvido escribe desde la continua elipsis y el desarraigo temporal, un idioma que fluye en fragmentos, como conversaciones borrosas en la lejanía, arrancadas de su contexto y de su tiempo. Como un ready-made lingüístico. Si Marcel Duchamp rodea de vacío a una rueda de bicicleta, y en su nueva contextualización nos dice: esto es arte, hay otra forma de (ad)mirar lo cotidiano. Olvido García Valdés hace lo mismo con los fragmentos del pasado, los instantes, los objetos, las sensaciones. El idioma es  fragmentado y elíptico. No puede ser de otra manera. La lengua de los recuerdos y el misterio que los cose sigue esas mismas reglas. Ahí es (de) donde se escribe la poesía de Lo solo del animal. Y lo hace para buscar aquello que permanece y que es, probablemente, una ilusión, como cualquier tentativa artística por ceñir lo inaprensible. O puede que no, y que en todo esto resida la única posibilidad de supervivencia. En los trazados confusos de la memoria.
            La poesía de Olvido García Valdés se aferra, en esa búsqueda, al mito de la infancia. A los paisajes mentales y la naturaleza ya perdida de otro tiempo siempre en violento contraste con el presente: su fiebre, sus normas, la sumisión a la prisa y al progreso, etc. Frente a eso, que apenas es sugerido, los poemas nos traen la extraña calma del mundo natural, sus ritmos distintos, la vida rural, ya casi extinta, y su forma de digerir el tiempo y el estar en el mundo. Buscaremos ahí lo que permanece. Cuando el tiempo era otro, más lento y puede que más humano. Un rumor de castaños y una taza de leche (p. 153). Eso es suficiente como tesoro, a eso hay que agarrarse como tabla de salvación. Pero qué es un recuerdo cuando se lo arranca del tiempo. Qué son aquellos ritos, la familia, los olores y las secuencias de este mundo, cortadas y puestas en una vitrina extraña. Es lo sagrado. Aquello lejano, imposible y necesario. Aquello que forma la materia que finalmente somos. La memoria desordenada, donde conviven el canto perdido de un pájaro o las obras de arte que se clavaron como esquirlas en alguna parte de nuestra columna vertebral. Por eso confluyen en estos poemas la aldea asturiana con la pintura de Magritte  o el cine del japonés Yasujiro Ozu. Y no es casual. La memoria es una forma de ver y de ser en el tiempo, como el arte. Y hay mucho de Ozu en estos poemas. En la contemplación lenta de lo que permanece, aunque ya no esté. Esa contemplación lenta propia, queremos pensar, de los animales. En un apacible ensimismarse del ojo ajeno (p.179).
            Porque esa búsqueda del tiempo distinto, del mundo distinto que se genera en el entorno rural antiguo o en la infancia, tiene en los animales una expresión preferente. El animal permanece, es fiel a su ser, sin misterios ni hilos extraños, sin estrategias absurdas. El animal es. Fue. Será. Lo solo del animal permanece. Y a lo largo de estas páginas, como en otros libros anteriores, aparece apoyando ese discurso de fuga y denuncia. Recordemos que en 1993 ya publicó con el título de Ella, los pájaros. Y por aquí no dejan de sobrevolar con toda su carga semántica: libres y enjaulados, cercanos e inalcanzables. O pájaros muertos, que contrastan con los aviones comerciales (p.95). Garzas, martinetes, mirlos, por ejemplo. Pero la presencia animal más insistente es la del gato, el animal fronterizo por excelencia: el que vive en el límite entre lo doméstico y lo salvaje, y participa hasta saciarse de esa doble naturaleza. Igual que se percibe el reino de la infancia, en los pueblos y en los bosques. Entre el estar y la obligación del ser. El gato como reflejo de lo que se busca ser. O los reptiles. Como el geco. Sangre fría y lentitud primordial. La vida contemplada a un ritmo definitivamente distinto. Diremos que se trata de eso: de la nostalgia por no ser un animal y vivir ese tiempo basado en el puro estar (p. 139). El animal permanece y no necesita excusas ni subterfugios para buscar aquello que le ancla a sí mismo y al mundo. Para eso nosotros necesitamos a la poesía.
            Y Olvido García Valdés nos ofrece como tabla de salvación fragmentos de lenguaje y memoria que flotan a la deriva. Y lleva décadas ofreciendo ese mismo desgarro, en jirones de tiempo segregado. Y este libro  la vuelve a confirmar como una autora ineludible por la coherencia de su poética que, podría ser acusada de inmovilista, pero que precisamente obtiene sus mejores logros cuando se ciñe al molde vaporoso que tanto aparece en Esa polilla que delante de mí revolotea: la elipsis, el fragmento, el encabalgamiento (técnica  que en opinión de quien escribe maneja con una maestría inigualable en la poesía actual), etc. perdiendo un poco el alto nivel con los intentos en prosa o en poemas de corte biográfico y estilístico más tradicional. A pesar de que no es su mejor libro (qué difícil es eso en una obra tan redonda) Lo solo del animal es un jalón más en una carrera imprescindible. Habrá que seguir leyéndola. Porque poemas como este bien valen la búsqueda de un reino: encontró ya su cuerpo/ vestido por la muerte, música de/ esquilas en el aire cuando cae/ el sol, oscura piel las cabras/ y rastrojo oro blanco en la sonora/ anchura del cielo, balidos menores, balidos/ maternos de odres colgantes, ligeros/ cabritillos, cencerros de grave/ resonancia o cantarina y cascabel y / geco al muro, foto/ fija la música// desde aquí, jueves y julio/ hasta allá, sábado/ y febrero, geco detenido y / esquilas alejándose, puntillas/ blancas (p. 173).


 (reseña aparecida en la revista Quimera de septiembre de 2012)

sábado, 22 de septiembre de 2012

Ruido Blanco según Antonio Mochón (Tendencias21)

Os dejo aquí la que considero, hasta ahora, la lectura crítica más inteligente de mi último libro, en la revista Tendencias 21.
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Un ancla para un mundo saturado de señales
 
Raúl Quinto propone en su último poemario la construcción de un asidero real, donde todo es espectáculo.
 
Un ancla para un mundo saturado de señales
“¿Blake no habló de grilletes forjados por la mente? Dioses y diablos nos convierten en niños asustados. Debemos acabar con ellos y alzarnos, felices, altos majestuosos”.
Grant Morrison


Si el ruido blanco, como la luz blanca, es una señal aleatoria que contiene todas las frecuencias y si el resultante es el caos registrado en una gráfica plana, bien sirve como metáfora de un mundo saturado de señales que obtiene como resultado nuestro particular registro del caos diario, por ejemplo, en los catastrofistas noticiarios de la sobremesa.

Raúl Quinto (Cartagena, 1978) —quizás porque el silencio en según qué tiempos parezca obsceno— ofrece un análisis, directo (50 páginas) y en forma de poemas, a partir de los patrones explicativos de este caos blanco que nos caracteriza; y lo hace, como no podía ser de otra forma, con el punto de mira en los mass media, instancias modeladoras de nuestras creencias, gustos, vivencias y, en última instancia, de nosotros mismos.

Entre las virtudes de Ruido blanco (La Bella Varsovia, 2012) está la de rescatar el lenguaje de la contradicción, aquel estilo de la negación del que hablara Debord cuando los situacionistas eran cuatro locos. La contradicción es inherente a todas las cosas y también a nuestro mundo, el que unos pocos han creado para su beneficio y que, en la era del whatsapp, ha hecho de la incomunicación una de sus señas de identidad más universales. Ahora diseñamos emociones:

“Diseña un edificio cuyas puertas
desaparezcan una vez cruzadas.

Diseña una emoción”.
p. 12

El ser humano es una miniatura del ser humano, un llavero en nuestros bolsillos. No necesitamos más que visitar la Piazza de la Signoria en hora punta y comernos un helado mirando la obra de los hombres. Esta vida vicaria de tamagochis, Second lives y perfiles sociales es nuestra tragedia: como una sombra nos persigue, se nos apropia y nos vive plácidamente.

“Algunos aseguran
que una cabeza separada
del cuerpo puede continuar consciente
casi medio minuto. Esos ojos
abiertos de raíz
frente a la multitud. Eso decir.”
p. 12

Encuentro en Ruido blanco una obsesión por la instantánea, por la imagen detenida y fragmentaria, por la fotocomposición o la superposición, por lo difuso, lo borroso y el vértigo ante las zonas limítrofes.

La tendencia instructiva-expositiva de Raúl Quinto, su estilo aséptico de laboratorio o mesa de operaciones incide sutil pero abiertamente sobre nuestra mirada acostumbrada a no ver. Mostrar la descomposición, acusarnos y, acto seguido, intuir una salida a lo que en realidad era un callejón sin entrada.

Como si el ruido de las bombas creara una melodía (“En la confusión de todas las voces amanece un idioma nuevo”, p. 13), la búsqueda de un nuevo lenguaje y, con él, de una nueva identidad con la que, volviendo a Debord, nos emancipemos de las bases materialistas de la verdad tergiversada. Por eso espera el derrumbe, como una esperanza. Ese “labrarse una desgracia” de Palahniuk, la igualdad matemática del todo y la nada, el cero elemental (blanco) desde donde comenzar.

La humanidad, escribe Benjamin, convertida en espectáculo de sí misma, ha llevado su autoalienación a un grado tal que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético.

Y aquí cobran sentido los poemas vertebradores del libro sobre Christine Chubbuck, periodista estadounidense que en los años setenta se suicidó mientras presentaba un informativo en televisión.

Una sociedad que prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser, no puede sino celebrar estos inmensos happenings cotidianos: accidentes de tráfico, guerras y suicidios, todo televisado.     
 
El espectáculo rutinario, que nos ha servido en riguroso directo la Guerra del Golfo o la caída de las Torres Gemelas —violencia tranquilizadora desde nuestros sofás—, confiere valor de verdad a la imagen (“El encuadre lo es todo”, p. 18). La forma ha ocupado el fondo y se confirma aquella máxima de McLuhan: el medio es el mensaje.

O, lo más preocupante, sencillamente no hay mensaje y por eso nos recreamos en la técnica. Nuestra sociedad, convertida en espectáculo de sí misma, se autofagocita con los Sálvame de rigor que levantan la sospecha sobre si somos la última fase de un cruel experimento conducente a salvaguardar al marionetista:

“… Alguien duerme.
Alguien nos sueña. Comprobaron
la eficacia del método
en animales superiores:
un elefante cae a plomo
ante los ojos de la prensa.”
p. 19

Pero no está el canto apocalíptico sin más. Si hay una enfermedad, parece decir Raúl Quinto, necesitamos un diagnóstico. El problema es que el lenguaje que tenemos no sirve, necesitamos un nuevo idioma, nuevos signos. Signos como el de Christine Chubbuck (“Ella quiere expresar su condición / de palimpsesto”, p. 22), como lo es el hombre que se quema a lo bonzo en Italia o como quizá lo sea, por ridículo que parezca, “saquear” un Mercadona con carritos de la compra llenos de arroz y leche; puede que todo esto, en el terreno simbológico, contribuya a construir un nuevo lenguaje con el que sobrescribir el anterior. O no.

Lo que parece claro es que necesitamos redescubrir los signos que nos rodean, volver a poseernos, sacudirnos de todo aquello que no somos.

Todo nuestro edificio está agrietado. Sus cimientos son frágiles, como nosotros. La imagen dicta nuestra fortaleza, amparada en un supuesto confort y bienestar, pero acumulamos un malestar latente (“El enjambre interior”, p. 27), la “revolución latente” de Baudrillard, pues en el fondo sabemos que todas nuestras decisiones, en el nombre de la felicidad, ya están tomadas. Nuestra vida kit nos aleja de ese “ahora absoluto” y los síntomas, la fatiga —mal del siglo de la sociedad moderna—, los despachamos con ocio y medicinas.

Somos fantasmas: alguien nos sueña. Hablamos una fantasmagoría: el significado “real” ha desaparecido y es su fantasma el que se pasea de signo en signo, sin llegar a estar en ninguno, como el deseo.

Fantasmas en un mundo en el que todo remite a otra cosa, en el que los cuerpos son mercancía que adquiere su valor como objeto de consumo (“Piensa en tu reflejo escindido en el escaparate. Consume tu cuerpo”, p. 46), un mundo de saturación de voces, luces, carteles, anuncios, máquinas, es un mundo blanco por acumulación y mezcla, un cóctel de signos (“Aumentando el microscopio: un signo dentro de un signo dentro de otro signo: ruido”, p. 33) que representan este gran simulacro sublimado cayéndose a pedazos (“… cada veintitrés fotogramas se inserta el rostro en descomposición de Ava Gardner (…) El decorado es inmenso”, p. 43). Pero es nuestro mundo y, como escribe Raúl Quinto, “No hay otro lugar. No hay otro tiempo. Solo el aquí” (p 46). Este es nuestro tiempo mítico, la profecía somos nosotros.

Ruido blanco empieza con el pesimismo de “Cero” y termina con el significativo “El ancla”. Forjar un ancla significa construir un asidero que no sea autodestrucción y que ha de partir de nosotros mismos. Sólo hay que mirar ese terreno arrasado y desposeído que llevamos adentro, atreverse a descubrir las contradicciones que albergamos. Estaremos cabreados y no tendremos miedo.


EL ANCLA

Ahora forjo un ancla. Una forma
afilada que enturbia el fondo del océano,
como el anzuelo que desgarra
la piel del pez sin atraparlo.
Entonces, las escamas y la herida.
El limo suspendido contra la dura roca.

Y la intemperie del adentro.


(p. 50).


Reseña del profesor, poeta y crítico, Antonio Mochón, editor del blog La vida no existe.
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miércoles, 19 de septiembre de 2012

un poema de Eugen Dorcescu

La gripe recorre la ciudad,
la ciudad es una incubadora de
virus,
el sol los cuece quieto, los protege, les
ofrece como alimento
futuros cadáveres,
los perros se amodorran por los
parques,
muerden, de vez en cuando,
a un adulto, a un
niño,
el viejo ha previsto
esta bestialización,
habló en varias ocasiones sobre
la pareja hombre - perro,
los perros comienzan a parecerse
a los hombres, son aún más crueles
que aquellos, más enérgicos, más jefes,
dentro de poco los veremos
en los despachos,
ladrando con condescendencia,
sonriendo todavía,
firmando papeles, enviando a otros a
trabajar, a la guerra,
interpretando el pasado, edificando el presente,
decidiendo el futuro,
llenando de babas
nuestro destino.






[de Poemas del viejo, 2012]

martes, 11 de septiembre de 2012

Poesía escrita en minúsculas.


SOBRE ABIERTO, Rafael Cadenas, Pre-textos, Valencia, 2012. 80 pp.


 
 

 
La editorial Pre-Textos publica el nuevo libro del poeta venezolano Rafael Cadenas (Barquisimeto, 1930), tras la edición de su Obra entera en 2007, con el título de Sobre abierto. Y ya desde ese encabezamiento se nos sitúa en el terreno de la confidencia y de lo inacabado. La vida y la poesía como un sobre abierto. Sencillamente. Cadenas nos va a contar qué es para él vivir, pero la carta que escribe, aquello que es su (la) vida  está sin terminar. No puede cerrar el sobre porque la vejez no es el final sino parte del camino, de la búsqueda (p. 64). Así que este poemario es en gran medida una reflexión sobre la existencia desde el borde de la misma.

            Y existimos en el tiempo. Somos tiempo. Nos movemos en sus coordenadas preestablecidas, entre la memoria y la muerte. Y más cuanto más densa es una y cerca está la otra. Sin memoria no somos nada (p. 59), nos dice Cadenas, y tiene razón. Pero este no es un libro elegíaco, no hay lamento por lo perdido o nostalgia del pasado. Aquí hay una exhortación continua para apresar el presente. Aquí se nos conmina a vivir viviendo. Más allá de la sombra de la muerte y de la inercia de la memoria. Un canto a la vida desde el umbral de la desaparición. Sencillamente. Y la estrategia es clara: se vive en lo minúsculo, frente a la opulencia de la muerte la vida se desnuda en lo pequeño. En lo que comúnmente inadvertimos.

            Esto es. Poesía pequeña, como única forma de integrar la literatura con aquello de la vida que merece la pena. Porque entiende el autor que hay una oposición entre ambas, como si los libros nos arrancaran de vivir. Pero aquí no. Rafael Cadenas nos plantea que el nexo entre las dos  es lo fundamental. Y esa ligazón es la mirada. Mirar distinto. Para que la vida sea un poema y para que la literatura esté viva. Vivir lo pequeño es saber mirarlo. La escritura es solo la huella. Dice que “Las hojas de los árboles/ brillan/ para quien las ve.” (p.19). El mundo entero está ahí delante esperando ser descubierto. Tal vez la función de la poesía sea esa: enseñarnos, ante el ruido de las cosas, ese “otro oír” (p. 51) que nos ayude, tal vez no a entender el mundo, pero sí al menos a vivirlo. Sencillamente. Vivir en la contaminación de una mirada alerta. No desdeñar nada (p. 16) porque en lo ínfimo se encuentra el absoluto, la vida en sí.

            Y esto, como sucede siempre con la buena poesía, se traduce en la forma del poema. Escrita desde el despojamiento y la pura mirada. Como en la tradición poética y la filosofía oriental. Ese es el suelo del que emergen estos poemas. Aunque Cadenas ya había transitado en su obra anterior por la sencillez compositiva y la claridad fulgurante propia de la herencia japonesa, aquí el acercamiento es más evidente. El haiku es el espejo en que se mira todo. Desde numerosas de esas composiciones a referencias directas al maestro Matshuo Basho (1644-1694) y el que es, dicen, el poema cumbre de esta manera de entender el texto como mirada (de la que el haiku es la forma más depurada y original): “En el viejo estanque/ salta una rana./ El sonido del agua.”  Ahí está todo a lo que aspira este libro. Un horizonte de depuración: perderse certeramente en la mirada. Reflejos del Tao Te King. Rafael Cadenas, como ya hiciera Robert Duncan (Tensar el arco y otros poemas, Bartleby, 2011), considera que al tensar el arco debemos perdernos, no siendo otra cosa que flecha y diana. Pero también reconoce que no hay poesía sin misterio. Que muy probablemente la vida tampoco exista sin ello. Así nos lo comunica en el poema que inicia el libro. Una advertencia. Un mapa que nos deja claro cuál es el camino que vamos a recorrer: el de la poesía escrita en minúsculas, tal vez la única posible cuando se mira la vida y su misterio con la mirada adecuada.

            Pocas palabras/ tienes/ a mano,/ no obstante/ deben bastar/ para tender/ tu arco/ ante la oscura/ diana./ Pero/ ha de ser sin intención/ de acertar. (p. 9).
 
 

(reseña aparecida en la revista Quimera del mes de septiembre de 2012)
 

 

 

sábado, 1 de septiembre de 2012

Un poema de Antonio Gamoneda

He atravesado las creencias. Durante mucho tiempo

nevó sin esperanza.

Había madres que enloquecían al amanecer: oigo sus gritos amarillos.



Aún nieva. Creo en la desaparición.

Creo en la ira.









[de Arden las pérdidas, 2003]