LO SOLO DEL ANIMAL, Olvido García
Valdés. Tusquets Editores, 2012, Barcelona, 208 pp.
Hace
cuatro años Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, Asturias,1950) reunió
toda su obra poética en Esa polilla que delante de mí revolotea (Galaxia
Gutenberg), dejando constancia de ser una de las voces más personales y
depuradas de la poesía actual. Su nuevo libro, Lo solo del animal, se mueve en las mismas coordenadas. No hay
apenas evolución desde entonces, pero es que el corpus de esta obra se reconoce
y se construye en profundidad, no bajo la idea de progreso lineal o saltos de
riesgo. Hilado desde la coherencia del mensaje y su forma. Me explico. Ya desde
la cita de Freud que abre el libro se nos avisa del terreno que vamos a pisar: el
interregno entre la memoria y los sueños. El mismo espacio en el que se
desarrolla la mayor parte de sus libros anteriores. Se pretende responder a la
pregunta de qué es lo que somos, si lo que somos es aquello que permanece,
aquello que resiste y nos sustenta. Un algo que, a estas alturas lo sabemos, no
puede entenderse del todo, no, al menos, con las palabras gastadas del día a
día. En ese misterio íntimo e inasible es donde quieren crecer estos poemas.
Los ecos. Las correspondencias. Lo que resuena dentro entre el turbión de los días (p.171). Aquello que no puede ser comunicado (p.36)
y que forma la base de la comunicación poética. Ese hila que hila el fantasma/ entre
lugar y hueco (p. 111) Ese misterio,
que es la clave de lo que somos. Y sabemos que el ser es tiempo, y que el
tiempo humano no es otra cosa que memoria.
La cuestión es cómo decirlo, cómo
apresarlo y con qué palabras.
Se pregunta en un poema: ¿La fuerza de una imagen es efecto del
punto en que se cruzan las asociaciones, o es solo su pureza la nitidez extraña
y viva de una impresión?(p. 58)
Entonces Olvido García Valdés
entiende que escribimos recordando, segregando el lenguaje como un fluido
orgánico. Extraño y propio. La escritura es la resina que destilamos del tiempo
que somos, que por definición se nos
escapa y que es irremediablemente incomprensible. Supuramos poesía para
intentar comprender el tiempo, para intentar de esa manera comprendernos a
nosotros mismos. Esa es la idea. Y de ahí la forma de los poemas, la dicción
propia de la autora, tan reconocible y tan coherente con lo expuesto hasta
aquí. De ahí esa música antigua (p.
123), de un tiempo fuera del tiempo, como el puzzle disuelto de nuestra
memoria, ordenadamente caótico. Así. Olvido escribe desde la continua elipsis y
el desarraigo temporal, un idioma que fluye en fragmentos, como conversaciones
borrosas en la lejanía, arrancadas de su contexto y de su tiempo. Como un ready-made lingüístico. Si Marcel
Duchamp rodea de vacío a una rueda de bicicleta, y en su nueva contextualización
nos dice: esto es arte, hay otra forma de (ad)mirar lo cotidiano. Olvido García
Valdés hace lo mismo con los fragmentos del pasado, los instantes, los objetos,
las sensaciones. El idioma es
fragmentado y elíptico. No puede ser de otra manera. La lengua de los
recuerdos y el misterio que los cose sigue esas mismas reglas. Ahí es (de)
donde se escribe la poesía de Lo solo del
animal. Y lo hace para buscar aquello que permanece y que es,
probablemente, una ilusión, como cualquier tentativa artística por ceñir lo
inaprensible. O puede que no, y que en todo esto resida la única posibilidad de
supervivencia. En los trazados confusos de la memoria.
La poesía de Olvido García Valdés se
aferra, en esa búsqueda, al mito de la infancia. A los paisajes mentales y la
naturaleza ya perdida de otro tiempo siempre en violento contraste con el
presente: su fiebre, sus normas, la sumisión a la prisa y al progreso, etc.
Frente a eso, que apenas es sugerido, los poemas nos traen la extraña calma del
mundo natural, sus ritmos distintos, la vida rural, ya casi extinta, y su forma
de digerir el tiempo y el estar en el mundo. Buscaremos ahí lo que permanece.
Cuando el tiempo era otro, más lento y puede que más humano. Un rumor de
castaños y una taza de leche (p. 153). Eso es suficiente como tesoro, a eso
hay que agarrarse como tabla de salvación. Pero qué es un recuerdo cuando se lo
arranca del tiempo. Qué son aquellos ritos, la familia, los olores y las
secuencias de este mundo, cortadas y puestas en una vitrina extraña. Es lo
sagrado. Aquello lejano, imposible y necesario. Aquello que forma la materia
que finalmente somos. La memoria desordenada, donde conviven el canto perdido
de un pájaro o las obras de arte que se clavaron como esquirlas en alguna parte
de nuestra columna vertebral. Por eso confluyen en estos poemas la aldea
asturiana con la pintura de Magritte o
el cine del japonés Yasujiro Ozu. Y no es casual. La memoria es una forma de
ver y de ser en el tiempo, como el arte. Y hay mucho de Ozu en estos poemas. En
la contemplación lenta de lo que permanece, aunque ya no esté. Esa
contemplación lenta propia, queremos pensar, de los animales. En un apacible ensimismarse del ojo ajeno
(p.179).
Porque esa búsqueda del tiempo
distinto, del mundo distinto que se genera en el entorno rural antiguo o en la
infancia, tiene en los animales una expresión preferente. El animal permanece,
es fiel a su ser, sin misterios ni hilos extraños, sin estrategias absurdas. El
animal es. Fue. Será. Lo solo del animal permanece. Y a lo largo de estas
páginas, como en otros libros anteriores, aparece apoyando ese discurso de fuga
y denuncia. Recordemos que en 1993 ya publicó con el título de Ella, los pájaros. Y por aquí no dejan
de sobrevolar con toda su carga semántica: libres y enjaulados, cercanos e
inalcanzables. O pájaros muertos, que contrastan con los aviones comerciales
(p.95). Garzas, martinetes, mirlos, por ejemplo. Pero la presencia animal más
insistente es la del gato, el animal fronterizo por excelencia: el que vive en
el límite entre lo doméstico y lo salvaje, y participa hasta saciarse de esa
doble naturaleza. Igual que se percibe el reino de la infancia, en los pueblos
y en los bosques. Entre el estar y la obligación del ser. El gato como reflejo
de lo que se busca ser. O los reptiles. Como el geco. Sangre fría y lentitud
primordial. La vida contemplada a un ritmo definitivamente distinto. Diremos
que se trata de eso: de la nostalgia por no ser un animal y vivir ese tiempo
basado en el puro estar (p. 139). El
animal permanece y no necesita excusas ni subterfugios para buscar aquello que
le ancla a sí mismo y al mundo. Para eso nosotros necesitamos a la poesía.
Y Olvido García Valdés nos ofrece
como tabla de salvación fragmentos de lenguaje y memoria que flotan a la
deriva. Y lleva décadas ofreciendo ese mismo desgarro, en jirones de tiempo
segregado. Y este libro la vuelve a
confirmar como una autora ineludible por la coherencia de su poética que,
podría ser acusada de inmovilista, pero que precisamente obtiene sus mejores
logros cuando se ciñe al molde vaporoso que tanto aparece en Esa polilla que delante de mí revolotea:
la elipsis, el fragmento, el encabalgamiento (técnica que en opinión de quien escribe maneja con
una maestría inigualable en la poesía actual), etc. perdiendo un poco el alto
nivel con los intentos en prosa o en poemas de corte biográfico y estilístico
más tradicional. A pesar de que no es su mejor libro (qué difícil es eso en una
obra tan redonda) Lo solo del animal
es un jalón más en una carrera imprescindible. Habrá que seguir leyéndola.
Porque poemas como este bien valen la búsqueda de un reino: encontró ya su cuerpo/ vestido por la
muerte, música de/ esquilas en el aire cuando cae/ el sol, oscura piel las
cabras/ y rastrojo oro blanco en la sonora/ anchura del cielo, balidos menores,
balidos/ maternos de odres colgantes, ligeros/ cabritillos, cencerros de grave/
resonancia o cantarina y cascabel y / geco al muro, foto/ fija la música//
desde aquí, jueves y julio/ hasta allá, sábado/ y febrero, geco detenido y /
esquilas alejándose, puntillas/ blancas (p. 173).
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