jueves, 21 de junio de 2018

UN CORAZÓN IMPOSIBLE DE DECIR

CELEBRACIÓN, Gonzalo Hermo, La Bella Varsovia, 2017, Madrid, 68 pp.





Celebración ya apareció en gallego en 2014, y fue premiado con el Premio Nacional de Poesía Joven y con el Premio de la Asociación Española de Críticos Literarios, lo cual no tiene por qué significar nada literariamente. Ahora Miriam Reyes lo traduce al castellano y comprobamos que hay un autor y un libro sólidos tras los galardones. Gonzalo Hermo (Rianxo, 1987) escribe un conjunto de poemas orgánico que pone en cuestión la solidez de tres de los grandes pilares sobre los que se asienta la poesía contemporánea desde el ya viejo romanticismo: el tiempo, el yo y el lenguaje. El autor constata que el tiempo, y el ser en el tiempo, son materiales inestables, en constante mutación, que chocan con la ansiedad por fijar la realidad que tienen tanto el lenguaje como la escritura poética. Y sin embargo escribe acerca del paso del tiempo, pero muy alejado, como no podía ser de otra forma, del tópico elegíaco que tanto contamina tanta poesía; escribe contra cualquier conato de nostalgia: el paso del tiempo no se llora, se celebra, porque no hay pérdida, aunque se pierda, aunque ni siquiera el poema sea capaz de retenerlo. O tal vez por eso. El tiempo se celebra con toda su erosión y toda su nada amenazando: “no queremos un cuerpo que no sepa estropearse” (p.31). El tiempo se celebra con todo su olvido, con toda su muerte acechando: “ No tememos la muerte// La llevamos dentro// La celebramos” (p.53). Por lo tanto toca aceptar que nada permanece nunca, y cantar desde ahí, desde el poema que sabe que no puede decir lo que le excede, pero que se construye en un conjunto de ficciones luminosas idénticas al collage de tiempos (re)creados con el que conformamos nuestra identidad. Nada permanece, y lo celebramos. Nada de lo que somos es más estable que la materia temporal que nos construye: “Apurados por el exceso/ prometimos regresar/ con un cuerpo distinto cada día.//Pero hay una sola memoria/ una sola memoria/ que nos miente” (p.33).
Diríamos pues que la tara es el molde del que se sacan estos poemas, conscientes de la imposibilidad de decir lo que es el frío, la pequeñez del musgo y su tacto, todo el universo que resbala en una gota de rocío; y a pesar de eso, de un lenguaje superado y de un yo que se sabe líquido, estos poemas conciben su propia vida, su belleza susurrada a pesar del tiempo y del mundo, afilándose como una grieta necesaria en la aparente solidez de las cosas. A pesar, o precisamente. Porque cómo fijar por escrito algo que no deja de cambiar, cómo decir la vida, cómo resolver la paradoja de que “el lenguaje dura/ los cuerpos no” (p.52), cómo cantar todo eso sino aceptándolo y perdiéndose poema adentro como quien se pierde en el bosque sin esperar nada al otro lado salvo el murmullo siempre nuevo de los árboles, con la mirada del incendio como amenaza, sí, con la promesa de la primavera como esperanza, también, pero en el bosque. En el poema. Sin más. Celebrando la claridad del que sabe que nada permanece y todo nos pertenece. Celebrando la posibilidad de cantar para/con el otro: “donde hallemos silencio habrá ruido/ esperando encontrar/ un oído que lo escuche” (p.36). Es este un libro que no está escrito en mármol sino en el agua, y que sabe que la poesía tiene más de improbabilidad que de certeza: “Quisiera saber/ si conseguiré regresar del frío/ con un corazón imposible de decir” (p.46), se pregunta, y cuando llega a la conclusión de que no hay nada más allá, de que todo es una nada maravillosa, asiente y lo celebra con nosotros.

(reseña aparecida en el número de febrero de 2018 de la revista Quimera)

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