William Tyndale fue un sacerdote inglés de aquel convulso siglo XVI. Estudió en Oxford, tuvo los ojos abiertos, respiró el incienso y puede que no le gustara exactamente el olor. En esos tiempos las iglesias eran templos oscuros, cuarteles de piedra para defender posiciones en guerras teológicas con sangre, carne y dinero de verdad. William Tyndale era de aquellos a los que la fe les había abierto una puerta a la razón. Era de aquellos que entendían que el mensaje divino era otra cosa más allá de los oropeles y los ganados ciegos. Por eso se propuso traducir la palabra de Dios al idioma de los hombres. La Biblia en inglés, para que pudiera ser leída por los ingleses sin la intermediación de los sacerdotes. En fin. Ya saben. La escritura sagrada es intraducible para la grey, los que leen, interpretan y dicen qué es Dios son los que pertenecen a la casta sacerdotal: ellos dicen qué es el Mundo, ese es su poder: ellos son el Dios. Por eso la Biblia se va a quedar en latín y el proyecto de Tyndale va a ser rechazado una y otra vez. Y su soberbia, y su continuo cuestionamiento de la ceguera y la tradición. Así que no le queda otra que exiliarse y, una vez fuera de la isla , traducir e imprimir. La Biblia inglesa. Rigurosa, sí, pero con algunos detalles menores demasiado grandes para la jerarquía eclesiástica británica: elegir la palabra anciano en vez de sacerdote o la palabra arrepentimiento por penitencia. Detalles que desnudan de poder a los hombres del hábito en su labor de ser puente entre Dios y los hombres. Y esos libros traducidos eran introducidos en Inglaterra por la puerta de atrás. Intentando romper desobedeciendo. Porque así ha de ser cuando no dejan otra. Y cada libro incautado era destruido, casi todos, vamos. Dicen que el 11 de febrero de 1526 hicieron una gran pira frente a la Catedral de San Pablo y aquello fue una hoguera extraordinaria de libros y miedo, era un espectáculo ver cómo el reflejo de las llamas bailaba sobre los broches dorados de los obispos. Biblias ardiendo. Tal fue la cosa que solo hay dos ejemplares conservados de aquella edición clandestina de Tyndale, aunque bien es sabido que la Biblia actualmente es el libro traducido a más idiomas de cuantos hay. Así que algo consiguió aquel erudito y testarudo cura. Pero claro, esta no es una historia de libros quemados sino de derrotas y fanatismo cruel. Ahí tenemos a William Tyndale traicionado por uno de sus amigos, como si fuera un Cristo cualquiera, van y lo entregan y lo encierran en una torre más de un año. Porque es un hereje, un peligro, un bastardo hijo del demonio que solo busca el fin de la Iglesia. Así que ya está. Para qué dilatar el asunto. El 6 de septiembre de 1536 es atado a un poste y estrangulado con una soga, para después prenderle fuego al cuerpo ya muerto y que su ceniza, si Dios quiere, sea acogida en el Purgatorio o más allá. Era un espectáculo ver las llamas reflejadas en los medallones de los cardenales y en las altas cruces que portaban los monjes. Recuerda aquello que gritaba Lucifer cuando se rebelaba ante el Altísimo: Non serviam. Ya. Recuerda el color del fuego en los libros y en la carne. Enciende la televisión. Ya ha pasado, comienza el partido.
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