viernes, 27 de octubre de 2017

SI HAY DIOS, ES LA CICATRIZ

LAS CÉLEBRES ÓRDENES DE LA NOCHE, Diego Sánchez Aguilar, Ed. La Palma, 2017, Madrid, 124pp.






Las célebres órdenes de la noche es un cuadro de Anselm Kiefer donde se autorretrata como un cuerpo yacente sobre un suelo erosionado bajo la enormidad del cielo nocturno. Sobre terrenos afines construye Diego Sánchez Aguilar (Cartagena, 1974) su último libro de poemas, tras Diario de las bestias blancas, 2008, donde ya trabajaba el comentario pop de corte existencialista que aquí depura hasta lograr un libro profundo, inquietante y redondo. A través de tres itinerarios narrativos, plagados de fórmulas y referencias bíblicas, se nos sitúa en un afuera: el destierro hospitalario, la niña perdida y la criatura de Frankestein, que sirve de palanca para abrir lo que todos llevamos dentro y poder asomarnos a ese vacío que nos llena, y tomar conciencia.
       Cantar del destierro consta de veinticuatro poemas encadenados acerca de la experiencia del pre y del postoperatorio, en una suerte de mística de la hospitalización que lo conecta con el Rubén Martín de Sistemas inestables, 2015, o que se evidencia en la intertextualidad explícita con William Blake. En el hospital la muerte nos vigila y nos acecha, su inminencia es cotidiana: “escucho a mi cadáver” (p.27), porque estar vivo es ir incubando la muerte. “El árbol sigue inventando el desierto” (p.16) se apostilla en una de las múltiples imágenes paradójicas que pueblan el libro y que lo emparentan con un Roberto Juarroz tan estudiado, suya es la edición de Cátedra de Poesía Vertical, como bien asimilado; destacan aquí los recurrentes ojos que no ven, por estar cerrados, a oscuras o ser los ojos de un muerto, o de Edipo. No ver equivale a mirar el desierto, lo que no tiene límite: la muerte. Ante esa angustia existencial responde con el lenguaje, contando, a pesar del vacío, como Sherezade (p.26) que cuenta historias para seguir con vida un día más.
      El bosque y la muchacha es un pequeño cuento de terror entre la referencia pop y los relatos atávicos de niños perdidos en el bosque, “ahora ya sabes esto: nadie escapa” (p.45). No hay otro mundo, otra vida, a la que huir. La niña perdida podría ser la niña a la que se encuentra el monstruo en el lago, por lo que se presenta la inquietante posibilidad de que el convaleciente de la primera parte sea la propia criatura de Frankestein. Como sea, es Evangelio del Dr Frankestein lo que lleva a este libro a consolidarse como una obra importante, de lo más destacado en mucho tiempo. Aquí se edifica un palimpsesto de realidades y discursos en torno al rodaje del Frankestein de James Whale, donde se entretejen los planos de la escritura del libro, la película, el guion, la obra original de Mary Shelley, el rodaje con los actores y sus personajes, y la misma Biblia, en un erjercicio sobresaliente de metaficción rizomática, donde todo es real y simulado a un tiempo, y que deja a la intemperie la propia condición humana. Desde la asociación de Whale con la ballena que se tragó a Jonás, que a su vez anticipaba la resurrección de Cristo y, por deriva, hasta de la criatura, o la repetida metáfora del decorado de cartón piedra como espejo del propio ser humano: “estamos llenos de nada” (p.58) nos construimos en ese hueco, y somos, también, como la criatura, como el mismo metraje montado de la película, o el mundo todo, fragmentos cosidos. Si hay Dios, es la cicatriz. Una disección excelente de la idiosincrasia del hombre contemporáneo. Somos eso. Por eso el monstruo excede al lenguaje, porque el vacío que nos hace no se puede nombrar; y sin embargo este libro lo logra.

(reseña aparecida en el número de septiembre de 2017 de la revista Quimera)


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