Leopoldo María Panero murió a principios de marzo,
aunque algunos datos apuntan a que no estaba vivo desde mucho antes. Si estar
vivo es esto que tenemos. Y como ya sabemos que para definir algo se necesitan
sus límites y su opuesto convendremos en que la (no)vida de Panero se nos hace
necesaria para justificar la nuestra: el equilibrio falaz de la mayoría
necesita el desequilibrio obsceno de unos pocos para tener sentido. La tiranía de
la normalidad, y su fascinación por lo torcido. Atracción, miedo y asco. Lo
sublime hecho carne, la certeza de que el abismo al que nos asomamos al mirar a
Panero también está dentro de nosotros. La locura. El virus del romanticismo
inoculado en nuestras filias. Todo eso. Porque Panero fue un poeta formidable
pero también fue un loco, y esa biografía torcida condicionó tanto la recepción
de su obra como su propia escritura. Sobre eso hablaremos aquí.
Reconocemos que la poesía de Panero resiste el embate
de su vida, y que tal vez sea una de las más profundas y personales del último
tercio del siglo XX, admiramos la belleza terrible de sus palabras, pero
sabemos que todo va unido al espectáculo de lo maldito, al magnetismo de las
palabras poeta y loco unidas en nuestro imaginario. Se vio cuando murió, la prensa y
las redes sociales se llenaron de obituarios, semblanzas y recuerdos como pocas
veces antes para un poeta: Panero tenía fans, su figura trascendía la estrechez
habitual del mundo poético. Algo tenía que ver el personaje. En la prensa
cultural la mayoría de titulares, o subtítulos, destacaban la palabra loco o la palabra maldito. El loco y genial,
dijeron directamente en ABC. Loco y genio. Igualmente casi todas las firmas
reconocidas que esos días glosaban la figura del difunto incidían sobre todo en
el aspecto disparatado y trágico de su locura, trufando los textos con
anécdotas de su vida que parecían competir en truculencia. Panero delante de
decenas de refrescos de cola. Panero fumando cigarrillos liados con sus propios
excrementos para librarse de algún sortilegio. Panero escribiendo en trance
varios poemas que luego arroja al viento desde un acantilado en uno de los
permisos que le dan en el manicomio. Panero haciendo locuras. Panero y los
otros Panero, claro. Porque se ve que a
la mayoría de los lectores de periódicos les interesa muy poco la poesía y sí
bastante la degradación ajena. El morbo
de lo posible, ese espejo turbio y lejano.
La imagen de Panero como un loco, a medio camino entre
un desgraciado y un iluminado sublime también es una construcción icónica de la
España postfranquista. Pensemos en las dos primeras películas sobre su familia.
En El desencanto (Jaime Chávarri,
1976) hay una escena insertada entre dos secuencias dialogadas donde aparece
Leopoldo María solitario y lejano en un cementerio, la fotografía enfatiza un
retrato sutil y brutal de lo que ese hombre es ya. Alguien al borde de sí
mismo, un abismo humano. Ya en Después de
tantos años (Ricardo Franco, 1994) Leopoldo María adquiere mucho más
protagonismo y se nos muestra con demora la estrella de su degradación
psicológica, la mirada ralentizada sobre su cuerpo desnudo bajo la ducha, su
boca entreabierta como destilando ausencia. Hay un punto de exhibicionismo, de
obscenidad directa. Es un loco y quieren que lo veamos crudamente.
Esa deriva desde la insinuación hasta la autoconciencia,
por momentos paródica, que se ve en los dos filmes también se verá en la forma
en la que su poesía se acercará al tema de la locura. Pareciera que se le da al
público lo que quiere: la desnudez de la locura y de la genialidad, su crudeza,
pero también la demostración de que el tópico es real. Una construcción
cultural, artística, por tanto artificial, que sostiene que el arte es una
forma de locura, y también que el arte es motor del enloquecimiento, y viceversa.
Todas esas raíces románticas, que se vienen arrastrando desde muy atrás y que
incluso se han colado en los palacios de la ciencia. No olvidemos que en la
antigua Grecia se entendía directamente la poesía como una enfermedad divina,
una locura inoculada por los dioses. Por ahí deambulaban Platón y otros.
Creatividad y locura, enfermedad e inspiración poética. Esa vieja intuición
adquirió categoría propia en los albores de la contemporaneidad, con el
movimiento romántico, y acabó arrastrándose hasta la época del cientifismo
positivista y aún a nuestros días. Así encontramos a Césare Lombrosso, que del
mismo modo que relacionó genética y criminalidad, estableció una relación
directa entre creatividad y enfermedad mental, aduciendo también el componente
hereditario de ese binomio. La estirpe Panero podría confirmar este supuesto.
También es verdad que casi todas las teorías de Lombrosso han pasado ya al
cajón de las rarezas y las curiosidades, pero abrió el camino para incursiones
más serias. Así, desde los años 70, se han sucedido estudios de especialistas
como Nancy Adreasen, Kay Jamison, Hagop Akisal, Ruth Richards o Arnold Ludwig,
que basándose en arduas comparativas entre grupos poblacionales llegarían a la conclusión de que las personas aquejadas
de algún trastorno psiquiátrico sería estadísticamente más propensos a
desarrollar una inquietud artística, sobre todo los enfermos de bipolaridad.
Curiosamente la depresión, la enfermedad mental más común, inhibiría la
creatividad, puede que por que el arte sea precisamente lo no común. Esos
mismos estudios apuntan, aunque hay un factor de imitación cultural que no se
debe ignorar, que una persona dedicada a las artes, salvo si es arquitecto,
tendría más posibilidades de enfermar. Una doble dirección que parecería
justificar, desde la ciencia, el tópico. Aunque ya hemos dicho que en algunos
casos puede ser que el artista devenga loco, maldito, o perdedor, porque es lo
que se espera de él. Algo así pudo pasar con Panero. El peso del aura que
acompaña al artista maldito, al loco genial, desde la época romántica.
Si echamos un vistazo a la evolución de la
representación del loco en la Historia de la pintura podemos constatar cómo,
efectivamente el Romanticismo supone un punto de inflexión, y a partir de ese
momento el desequilibrio mental va acompañado de una carga de heroicidad
trágica. Por ejemplo. A finales del siglo XV, El Bosco, dentro de su amplia y
corrosiva crítica a las costumbres y jerarquías morales, ofrece al menos dos obras con el tema de la
locura y los locos como eje: La
extracción de la piedra de la locura (1475-1480) y La
nave de los locos (1490-1500). En ambos se puede ver la consideración que
en esos tiempos se podía tener de esos sujetos dementes. Cierto es que también
hay una crítica inmisericorde al estado de las cosas, sobre todo en la primera
pintura, donde el loco es una víctima pasiva en manos de unos doctores, o
jueces de la normalidad, que a simple vista parecen más locos, absurdos con
poder, como si se adelantaran, entre otras líneas subversivas, las teorías de
la antipsiquiatría. Pero la imagen que se transmite es la de un patetismo
ridículo, que mueve a la risa cruel más que al compadecimiento. También ocurre
lo mismo en La nave de los locos.
Esos locos, de varia condición social, están presos de la vida sensual, las
pasiones y el apetito sin freno, al límite de lo que se conoce como dignidad
humana. Y derivan, claro. Más allá de la crítica demoledora a su mundo El Bosco
retrata el sentido, nada heroico, de la locura en aquellos tiempos.
Luego vendrán otras miradas, como la de Shakespeare
sobre alguno de sus personajes, que enlazarían la locura con la tragedia. Pero
no sería hasta el Romanticismo que no se sentarían las bases del loco como
héroe, de la locura como ruptura de la norma y por tanto como epítome de la
libertad. Ya sabéis. Libertad, creatividad y pasión desaforada son elementos
cruciales en este nuevo marco cultural, así que se harán necesarias nuevas
representaciones para nuevas cargas de significado. De eso se encargará
Théodore Géricault, que aparte de vivir una vida romántica, dedicó una
magnífica serie de retratos a internos anónimos de manicomios y prisiones.
Locos. Pintados con la misma dignidad con la que hasta entonces sólo se pintaba
a los personajes admirables, o cuyo poder movía a la admiración. En esas
miradas perdidas se termina de configurar el nuevo estatus de la locura. Un
espejo fascinante para el miedo y el asco, un precipicio al que asomarnos. Así.
En esa época se inicia una tradición de locos geniales, cuya locura dota de
brillantez atractiva la recepción de su obra. La misma aura que acerca a la
gente a la obra es la que los aleja de la persona, dicho sea de paso.
Es en esa tradición donde Leopoldo María Panero se
inserta conscientemente.
Lo vemos en ejemplos tempranos como los del poeta
Friedrich Hölderlin, romántico cuyos últimos años de vida estuvieron anegados
de un desequilibrio tal que le llevó a crear una nueva personalidad, también
poética, llamada Scardanelli, que fue la que firmó sus últimos textos. Un
Scardanelli que es citado en diversas ocasiones por Panero, que se identifica
sin rubor no con Hölderlin sino con su reflejo roto: Scardanelli (véase el
poema final, entre otros, de Piedra negra
o del temblar, 1992). Así es como poetas como Gérard de Nerval o músicos
como Robert Schumann forjaron ya para siempre el mito del artista romántico,
tan genial como loco, tan destruido por su genialidad como por su locura. A
partir de ahí la nómina es interminable, pero alguno de esos nombres se pueden
rastrear directamente en los poemas de Panero, para el que la locura y los
locos acabaron siendo también un tema central. Recurrente en su obra es la
mención a Ezra Pound, Georg Trakl y sobre todo a Edgar Allan Poe, a los que se
suman una serie de personajes relacionados con la locura o con algún aspecto
del malditismo. Entiende pues Panero que la locura también es un fetiche
cultural. Una construcción simbólica y literaria que resulta admirable, frente
al patetismo de la locura real que ofrece la psiquiatría y en la que no cabe
esa dualidad entre genio y loco. Panero se inyecta el virus del Romanticismo
como una droga para la supervivencia. Desea pertenecer a ese mismo Parnaso
enfermo y no al jardín de los despojos humanos. Se identifica también con
personajes literarios como Peter Pan o la Alicia de Lewis Carroll, paradigmas
del destierro racional sublimados por el
arte. Héroes.
Esa autoconciencia, vertida en referencias a la locura
y a los locos, se gradúa dentro de su poesía, y podría corresponderse tanto con
la evolución de su enfermedad como con la consolidación de su personaje
mediático. La tiranía de las expectativas, entre otras cosas. Una evolución
literaria que reflejaría el mismo viaje que se aprecia entre las dos películas
que antes comentábamos, entre lo sutil y lo explícito. En sus primeros libros
hay referencias claras a la enfermedad mental pero están insertadas en un flujo
mucho más amplio dentro del mensaje, son más elípticas, y quizá por ello
adquieren una violencia íntima, soterrada, que resulta más terrible y
contundente. Así que no será hasta 1980 que titule a uno de sus poemas, no será
el último, El loco ( en Last river together) o que en el
prefacio de El último hombre (1983) diga directamente “[el libro es] testimonio
de la decadencia de un alma […] la locura llevada al verso: porque el arte en
definitiva, como diría Deleuze, no consiste sino en dar a la locura un tercer sentido: en rozar la locura,
ubicarse en sus bordes”. El poeta ya sabe que su mente es el campo de combate
poético, que de sus escombros puede llegar su gran obra. De esta manera a lo
largo de los años 80 su obra, igual que su vida se va llenando de manicomios,
se va decantando hacia la explicitud y esa autonconciencia de la locura
tamizada por sus elementos culturales, por fetiches cada vez más superados por
la propia figura de Leopoldo María Panero. Un libro como Poemas del manicomio de Mondragón (1987) supone, en ese sentido, el salto más
directo hacia esa nueva senda. Enfatizado por breves muestras como Globo rojo (1989), que incluso podría
recordarnos a ese otro Molino Rojo
(1926) de ese otro poeta loco como fue el argentino Jacobo Fijman. O llamar Locos (1992 y ampliado en 1995) a otro libro, por
ejemplo. Diríamos que hay en Panero una necesidad de epatar, pero no desde la
impostura, tan postmoderna ella, sino desde la verdad, de construir el poema
con fuego y de arder su es necesario. La destrucción fue mi Beatriz, dijo, y se
lo creyó.
Podríamos concluir que el primero que abusó de ese
tópico del poeta loco y genial, que luego reprodujeron hasta el hartazgo los
comentaristas de su muerte, fue él mismo. Panero mismo cavó esa espiral verso a
verso, vida a vida. Por eso se hace tan complicado separar su obra de su
biografía, y por eso mismo se corre el riesgo de que la biografía devore la
obra y la convierta en un adorno o un síntoma. Que se lea a Panero sólo para
buscar la locura o que se desprecie su poesía con el rápido e injusto juicio de
que sólo son los delirios de un enfermo con algo de cultura. Tal vez sea
inevitable y todos seguimos contagiados del mismo virus romántico que el poeta.
Ya. Por la razón que sea la obra de Leopoldo María Panero ha merecido el
reconocimiento masivo de los lectores, aunque no de las instituciones, lo cual
da para otra debate: la distancia entre la vida real de los libros, la pasión
lectora y los laureles de plástico que el poder otorga. El caso es que Panero
se lee mucho, probablemente por ese prejuicio, por la sombra bestial del personaje,
por toda la carga de connotaciones que una vida así arrastra, por toda la carga
que seguimos arrastrando desde el Romanticismo. A algunos eso se les resulta
atractivo y a otros insoportable. A unos y a otros les recomendaría acercarse a
sus libros, a la mayoría de los que escribió en el siglo XX, con las manos
vacías, dispuestos a caer en un pozo de belleza terrible, a una obra poética
imprescindible para comprender tanto al ser humano como a la propia poesía. Pues
eso. Maldito Panero de los abismos.
(Artículo publicado en el número de noviembre de la revista Quimera, especial LPM)