martes, 11 de septiembre de 2018

UNA ISLA EXTRANJERA


ENCONTRASTE UN ALMA, POESÍA COMPLETA, Edith Södergran, trad. Neila García, Nórdica Libros, Madrid, 534 pp.





Un acontecimiento de 2017: Nórdica Libros publica, por primera vez en España, la edición bilingüe de la poesía completa de Edith Södergran (San Petesburgo 1892- Raivola, 1923), traducida por Neila García, que además cierra el libro con una precisa nota informativa sobre la autora que complementa el rico prólogo escrito por Elena Medel. Södergran es una de las voces más particulares  e insulares de la poesía moderna europea. Una isla, sola y extranjera, que escribió desde la más absoluta otredad. Nacida en el Imperio de los Zares y testigo de las turbulencias revolucionarias de 1917, fue miembro de la minoría suecoparlante de Finlandia: decide escribir en ese sueco arcaico, lo cual la separa del cobijo de la literatura rusa, finlandesa o, incluso, de la sueca  coetánea.  Su lengua y su estilo están alejados de las corrientes dominantes de su época, lo cual va a  redundar en la incomprensión, cuando no rechazo, con la que fue recibida. A los diferentes exilios habrá que sumarle la marcada autoconciencia femenina que traslucen sus textos, con lo que el lugar, el idioma, la clase social, el género y la enfermedad (una constante en su corta vida) la van a convertir en una rareza, vilipendiada además por los críticos de la época, que la acusaron de pretenciosa, vacía y oscura. Esa supuesta pretenciosidad podría partir de su afirmación de que escribía para los lectores del futuro, y casi un siglo después de su muerte podemos asegurar que no estaba equivocada. Una obra, que bebe de raíces posrománticas y va más allá, extranjera, rebelde y radical desde el primer momento. Ya en su primera colección de Poemas (1916) s e introducirán la gran mayoría de temas y líneas de fuerza que caracterizan su poesía: la ausencia de metro y rima tradicional, el poema breve , como de canción sutil, la apología de lo mínimo, las reiteradas anáforas, los símbolos de la hermana, el bosque, la lira, el lago, las estrellas que caen o la isla. Hay una conciencia rebelde ante el mundo, y particularmente contra el fatalismo de ser mujer, reclamando un nuevo espacio de fuerza y autoafirmación para ella(s). “Estrellas sin vértigo” (p.43) las define. Una rebeldía que parte muchas veces desde un yo nietszcheano (llega incluso a declararse hija del filósofo alemán en un poema) y desde un romanticimo insular donde la palabra se dice con el corazón en los labios, y donde el refugio último ante la hostilidad del mundo, y de la historia, es la belleza, que, al fin y al cabo, es dios. Un dios pequeño, propio, terrible e imperfecto como su poesía. Un dios que surge por la destilación del sufrimiento: “el mundo se baña en sangre para que Dios pueda vivir” (p. 173), y es necesario rendir la suciedad y la violencia de ese mundo en el altar de la rosa. De la belleza. De la poesía.
            Estamos ante una obra poética muchas veces contradictoria, en la que se conjuga lo sublime abismal de raíz romántica con la pequeñez de lo íntimo, donde se mezcla el materialismo más evidente con el espiritualismo como si solamente de esas dialécticas infructuosas pudiera surgir el demonio de la poesía que la corroe por dentro. Una poesía extranjera hasta de sí misma, escrita para los lectores del futuro, con bastantes momentos que rozan lo naif pero con otros, bastante más que suficientes, que brillan con la intensidad de los mejores poemas del siglo XX. Edith Sördegran murió a los 31 años entre el estrépito del silencio, pero viajó al fururo para decirnos: aquí tienes tus poemas, extranjero.


(reseña aparecida en el número de septiembre de 2018 de la revista Quimera)

jueves, 21 de junio de 2018

UN CORAZÓN IMPOSIBLE DE DECIR

CELEBRACIÓN, Gonzalo Hermo, La Bella Varsovia, 2017, Madrid, 68 pp.





Celebración ya apareció en gallego en 2014, y fue premiado con el Premio Nacional de Poesía Joven y con el Premio de la Asociación Española de Críticos Literarios, lo cual no tiene por qué significar nada literariamente. Ahora Miriam Reyes lo traduce al castellano y comprobamos que hay un autor y un libro sólidos tras los galardones. Gonzalo Hermo (Rianxo, 1987) escribe un conjunto de poemas orgánico que pone en cuestión la solidez de tres de los grandes pilares sobre los que se asienta la poesía contemporánea desde el ya viejo romanticismo: el tiempo, el yo y el lenguaje. El autor constata que el tiempo, y el ser en el tiempo, son materiales inestables, en constante mutación, que chocan con la ansiedad por fijar la realidad que tienen tanto el lenguaje como la escritura poética. Y sin embargo escribe acerca del paso del tiempo, pero muy alejado, como no podía ser de otra forma, del tópico elegíaco que tanto contamina tanta poesía; escribe contra cualquier conato de nostalgia: el paso del tiempo no se llora, se celebra, porque no hay pérdida, aunque se pierda, aunque ni siquiera el poema sea capaz de retenerlo. O tal vez por eso. El tiempo se celebra con toda su erosión y toda su nada amenazando: “no queremos un cuerpo que no sepa estropearse” (p.31). El tiempo se celebra con todo su olvido, con toda su muerte acechando: “ No tememos la muerte// La llevamos dentro// La celebramos” (p.53). Por lo tanto toca aceptar que nada permanece nunca, y cantar desde ahí, desde el poema que sabe que no puede decir lo que le excede, pero que se construye en un conjunto de ficciones luminosas idénticas al collage de tiempos (re)creados con el que conformamos nuestra identidad. Nada permanece, y lo celebramos. Nada de lo que somos es más estable que la materia temporal que nos construye: “Apurados por el exceso/ prometimos regresar/ con un cuerpo distinto cada día.//Pero hay una sola memoria/ una sola memoria/ que nos miente” (p.33).
Diríamos pues que la tara es el molde del que se sacan estos poemas, conscientes de la imposibilidad de decir lo que es el frío, la pequeñez del musgo y su tacto, todo el universo que resbala en una gota de rocío; y a pesar de eso, de un lenguaje superado y de un yo que se sabe líquido, estos poemas conciben su propia vida, su belleza susurrada a pesar del tiempo y del mundo, afilándose como una grieta necesaria en la aparente solidez de las cosas. A pesar, o precisamente. Porque cómo fijar por escrito algo que no deja de cambiar, cómo decir la vida, cómo resolver la paradoja de que “el lenguaje dura/ los cuerpos no” (p.52), cómo cantar todo eso sino aceptándolo y perdiéndose poema adentro como quien se pierde en el bosque sin esperar nada al otro lado salvo el murmullo siempre nuevo de los árboles, con la mirada del incendio como amenaza, sí, con la promesa de la primavera como esperanza, también, pero en el bosque. En el poema. Sin más. Celebrando la claridad del que sabe que nada permanece y todo nos pertenece. Celebrando la posibilidad de cantar para/con el otro: “donde hallemos silencio habrá ruido/ esperando encontrar/ un oído que lo escuche” (p.36). Es este un libro que no está escrito en mármol sino en el agua, y que sabe que la poesía tiene más de improbabilidad que de certeza: “Quisiera saber/ si conseguiré regresar del frío/ con un corazón imposible de decir” (p.46), se pregunta, y cuando llega a la conclusión de que no hay nada más allá, de que todo es una nada maravillosa, asiente y lo celebra con nosotros.

(reseña aparecida en el número de febrero de 2018 de la revista Quimera)