lunes, 17 de marzo de 2014

(de)Construcción del ojo.

CAZA CON HURONES, Esther Ramón, Icaria Ed. Barcelona, 2013, 80 pp. 




Al abrir el último libro de Esther Ramón (Madrid, 1970) nos encontramos la siguiente cita de Marosa di Giorgio: “Corrían los conejos del alba; e iban en fila./ Todos eran blancos.” Un instante detenido, cazado, dotado de unos límites y un sentido por la mirada, y que deja de ser tiempo y naturaleza para convertirse en estética. La mirada reduce lo que ve a los valores y coordenadas de su entendimiento, la mirada estética transforma la naturaleza en arte, en artificio: la línea de conejos blancos contrasta con la luz del alba, esta estampa es un cuadro. Podríamos decir que la mirada estética tiene sus servidumbres y que humaniza lo que ve en los límites admitidos por la belleza y el arte, y que esa es otra forma de dominio sobre la naturaleza. Caza con hurones discute sobre esto. Los poemas son construcciones del ojo: el color, las sombras y el movimiento natural se coagulan en la retina y se plasman en formas de belleza posibles, y reconocibles. El ojo busca la belleza pero es el mismo ojo el que crea la belleza. Esa es la caza, y Esther Ramón se interroga sobre ello: “Los rastros están dentro del ojo,/ en los nervios del color/ plantamos trampas.” (p.17) 

A través de esa paradoja y siendo consciente de la misma, los poemas pretenden mirar a los ciclos y rituales de la naturaleza, y de la animalidad, para re-descubrir una relación más íntima y antigua del hombre con aquello a lo que una vez perteneció y que parece haber sido desterrado por la civilización. Hay en esto si no una conciencia ecológica sí al menos un intento de re-conocer lo ancestral y de reconstruir los nexos rotos. Se pretende escribir sobre eso, y para ello hace falta no tanto otro idioma como otro enfoque, una mezcla de humildad, veneración y crueldad: “deberías inclinarte/ para escribir.” (p.13) dice. De esta forma se reconoce que somos lo que vemos, por mucho velo estético que parezca alejarnos, o precisamente a través de él; el cazador y su presa participan del mismo juego, son lo mismo, como se aprecia de manera más obvia en los poemas de las páginas 22, 39, 53 ó 70. 

Y esto nos puede servir para hablar de poesía o también de nuestro propio papel en el mundo. Si somos lo que vemos y esa mirada está limitada por la alambrada de la Historia (o del arte) habrá que romper dicho límite. Habrá que subvertir aquello que el ojo, el uso o la costumbre determina: el arte, pero sobre todo la vida (no es de extrañar entonces algunas referencias veladas a las vanguardias históricas o al propio Marcel Duchamp). Ese afán de búsqueda de otra mirada conformaría otra caza dentro de la caza, sobre todo a partir de la segunda parte del libro. Se busca acabar contactando con lo que siempre hemos sido y que hoy tanto nos cuesta asumir: una parte más, tan valiosa y tan ínfima, del largo ciclo de muerte, vida y crueldad de la naturaleza, de esa belleza que va incluso más allá del propio concepto de belleza con el que contaminamos lo que miramos. Una evolución hacia el origen, solicitan estos poemas, para acabar “descreando” (p.69), y esa es la caza a la que Esther Ramón quiere sumarnos. Lo propone, aunque eso no quiere decir que regresemos de la cacería con otra mirada, pues los poemas siguen, las más de las veces, atravesados por esa mirada estética de la que parece querer despojarse. Puede ser. Pero la caza está ahí, y todo el libro está recorrido por un aire común: la perplejidad ante el conocimiento de un secreto compartido entre la tierra y tú mismo. Probablemente se trate sólo de eso.


(reseña aparecida en el número de marzo de 2014 de la revista Quimera)

lunes, 10 de marzo de 2014

SCHEKINA (Leopoldo María Panero)

                    “Que ella me perdone tanta ambición pisoteada,
                     y tanta esperanza apagada una y otra vez, como
                     una vela, de un soplo”


                                       (De la canción de Patti Smith, “Horses”)



Hace falta morir para amar a la Schekina, decían
aquellos viejos ebrios de saber y de misterio, aquellos
libros que leíamos juntos como con miedo de su esplendor,
o a veces siguiendo el ejemplo del niño
que va ciegamente hacia la luz, atraído
por el brillo inefable
en lo oscuro, y muere igual que una mariposa nocturna:
                                                                  porque hace falta morir, hace falta morir para amarte más y más,
      mujer sin nombre
soplo al que llaman, quién sabe por qué, caridad.
Y heme aquí que ya he muerto, ya he gozado, merced es,
de tu caridad, en verdad la única y suprema, porque
en este mundo sin ojos debe de ser cierto
que solo la muerte nos ve. Y ahora sé por fin
por qué eras tan frágil como la inexistencia, por qué
nunca sabía cómo llamarte y eras tan torpe para ser, y es que en el país de los muertos sólo habitas tú. He muerto porque hacía falta morir para volver a amarte
he muerto y en esta helada habitación donde
ya no hay nadie, y que recorre el viento, destruyendo los libros
que tanto daño hicieran, quedan sólo debajo
de las ruinas aquellos recuerdos de absurdos juegos y cópulas
y de niñez desenfrenada cual
un palacio enterrado bajo el mar: y he aquí mi regalo, he aquí
mi ofrenda de amor: este cadáver, este
despojo que aun así
sabe que no es digno, no es digno aún ni nunca,
no es digno pero
dile una palabra solamente
y caminará, caminará de nuevo no como aquel viejo
magullado que vivió en España, sino
como alguien renacido gracias a un disparo,
lavado por la destrucción. Porque tal parece que
detrás de la muerte está la infancia otra vez,
                                                             y el miedo
esconde coros de risas, te lo juro:
he muerto y soy un hombre, porque
detrás de la muerte estaba mi nombre escrito.







[de Narciso en el acorde último de las flautas, 1979]

martes, 4 de marzo de 2014

unas palabras de Lao Tse.

Unimos los radios en una rueda,
pero es el agujero central
lo que permite que el carro se mueva.

Torneamos la arcilla para hacer una vasija,
pero es el vacío interno
lo que contiene aquello que vertemos en ella.

Hincamos estacas para construir una cabaña,
pero es el espacio interior
lo que la hace habitable.

Trabajamos con el ser,
pero es el no-ser lo que usamos.

jueves, 20 de febrero de 2014

Agnés o el secreto.

AGNÉS, Catherine Pozzi, Ed Periférica, Cáceres, 2014, 64 pp.


Catherine Pozzi (1882-1934) es un secreto a voces. Lo fue en su momento la escandalosa relación que dio soporte a este libro, y lo es aún su obra literaria, que compuesta por seis escasos poemas, un diario póstumo aún no publicado en España y este breve volumen que publicó con otro nombre en 1927, basta para situarla en los anaqueles de los clásicos contemporáneos franceses. Y decir clásico equivale a decir necesario.

Fue la hija de Samuel Pozzi, uno de los cirujanos más brillantes del periodo entre siglos, el mismo que retratara Nadar o inspirara a Marcel Proust, el mismo que fue acribillado a balazos por un paciente molesto por una operación testicular. El padre sale en Agnés como alguien distante, recluido en su importancia. Catherine supo bastante de la soledad y de la enfermedad, no obstante arrastró una tuberculosis durante vienticuatro años, y encontró en los libros y los escritores un refugio para desbordarla, fue amiga de Rilke y amante de Paul Valéry, y esto último inclinó su vida hacia el éxtasis y su reverso, y de ahí vino Agnés.

Para expiar, para comprender, para coser la herida.

Agnés es una máscara para sus obsesiones: su lucha interior entre la realidad y el deseo, la ciencia y la religión, lo cierto y lo imposible, y, en el centro de todo, la diana de su delirio: el amante y el amor como una verdad anterior que dota de sentido a la existencia, igual que Dios. El amante y el amor como un dios para el que la vida no es más que un preámbulo, una larga escuela para estar a la altura. Pero también puede ser una excusa, y son tus propias manos las que moldean tu barro y creces desde ti mismo, aunque creas que lo haces en nombre de otro, para llegar al otro; puede que esa sea la función de la religión, y de otros tipos de amor. La necesidad de pintar un horizonte imaginario para poder caminar por ti mismo. Todo eso. Y las preguntas constantes, inagotables que dan los buenos libros.

Agnés fue un secreto, y un escándalo, porque aquel París era pequeño y pronto todo el mundo reconoció la historia de Catherine Pozzi y Paul Valery, bailando una especie de contradanza del destino, lenta, agotadora, obligatoria. Ahora con esta edición dePeriférica somos nosotros los que podemos leer esta serie de cartas escritas a lo invisible que habita dentro, ahora podemos ser cómplices de este secreto: que el primer conocimiento que se ha de tener en cualquier idioma y en cualquier ciencia es la conjugación del verbo amo, y que eso tiene sus riesgos.

Bien podría arriesgarse alguien y publicar sus diarios, que las cosas necesarias deben ser compartidas.

(reseña publicada en La Voz de Almería el 14 de febrero de 2014)

lunes, 10 de febrero de 2014

un fragmento de Alejandro Céspedes.

la escritura resiste en lo inseguro indica direcciones
                                                                    da sentido
lo quita

se aparean los vértices de la mediocridad
todo lábil en la fosa común de las hogueras

                                  no perdura lo que quema del fuego
y seguimos apagando la sed bebiendo de una llama
consumida que ignoraba todo lo referente
a la temperatura

            un escorpión hace su nido entre el teclado








[de Topología de una página en blanco, 2012]

jueves, 30 de enero de 2014

¿Literatura 3.0?

Pequeño texto aparecido en La Voz de Almería el pasado 25 de enero.



¿LITERATURA 3.0? 



El medio es el mensaje, decía Marshall McLuhan; el canal es el código, o al menos lo determina. Hubo un tiempo en que la literatura se cantaba a viva voz, luego vino la escritura para fijar aquello que la oralidad hacía mutable, pero como la mayoría no sabía leer la forma literaria ganó en rigidez y poco más. Entonces llegó la imprenta y el libro tal y como lo conocemos, y ese cambio tecnológico es lo que explica a Cervantes o a James Joyce o la poesía constelada de Stepháne Mallarmé. Y en esas estábamos cuando llegó Internet. Algo tiene que afectar el nuevo medio al mensaje literario, y lo hace, y mucho, aunque no es aquí el lugar para profundizar en todos los cambios y en todas las posibilidades que se abren en la pantalla de un ordenador conectado a la web. Querría llamar la atención sobre dos libros recientes que se han caído de la espontaneidad de las redes sociales (que tienen sus propias normas de recepción y de escritura) para acabar negro sobre blanco, fijando diferentes entradas de Facebook del mismo modo que la escritura primera fijaba las canciones o sagas mitológicas limitando a lo único las variaciones que permitía la transmisión oral. No hay comentarios, ni “me gusta”, ni la posibilidad de darle a compartir; no al menos como nos hemos acostumbrado en las redes, sí, claro, como lo hacíamos no hace tanto tiempo. 

 Los libros de los que hablo son Listen to me (La Bella Varsovia) y Mi padre y yo, un western (El Gaviero), escritos (¿posteados?) por Manuel Vilas y Juan Manuel Gil como una recopilación real de algunos de sus estados en Facebook. Negro sobre blanco de lo que en principio sólo eran bromas con vocación de viralidad, elaboradas y con talento irónico, pero sin otro ánimo que el de la comunicación inmediata y fungible de la red. Si el libro dio una forma de escribir y leer, e Internet nos ha dado otra bien distinta, con otras reglas y servidumbres, recorrer el camino inverso y plantar en un libro lo que fue fruto de la red no puede ser más que una nueva mutación de la literatura, de sus posibilidades de creación y recepción. Habrá que estar atentos a este tipo de formato, porque cada vez veremos más. Y veremos si consiguen cambiar el modelo comunicativo literario, del mismo modo en que la creación del museo arrancó a la pintura de su función y espacio original para enseñarnos a nosotros a mirar de otra manera y a los artistas a pintar de otra forma. Pero mientras llegan más ejemplos que confirmen o desmientan lo que aquí esbozamos, habrá que seguir leyendo, y por qué no, riendo con estos dos libros frescos como una rosa pixelada.

viernes, 24 de enero de 2014

Acerca de un poema de Alejandra Pizarnik.

Los Versos Más Míos es un proyecto de Ángel Talián en el que diferentes autores van explicando las razones por las que un poema determinado se le ha atravesado en el cerebro, o directamente lo hubiese querido escribir. Mi colaboración parte de un breve poema de Alejandra Pizarnik que ya subí a este blog hace años, y se trata de lo que sigue:




una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo

la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos



Me obsesiona este poema desde hace demasiados años, lo escribió Alejandra Pizarnik y está dentro de su libro de 1962 Árbol de Diana. Alejandra Pizarnik escribía relámpagos de belleza herida, desgarros breves que latían en carne de palabra viva; y lo hacía a pesar de ser Alejandra Pizarnik y llevar esa pesada máscara que su muerte y nuestro afán por encontrar mártires de la pureza equivocada le ha colocado en el rostro, sobre cada uno de sus poemas. Alejandra Pizarnik sobrevive a su muerte y a su mito precisamente porque escribió poemas como este. Digo este poema y digo también amén. Porque este poema puede ser una religión, la mía. Resume con apabullante exactitud lo que le pido a mi propia poesía. Este poema puede ser una poética, la mía. Resume con apabullante exactitud lo que le exijo a mi propia vida, a mi manera de estar en el mundo frente al mundo y sus delirios. Este poema puede ser una ética, la mía. Hay que mirar y hay que rebelarse. Mirar, vivir, intensamente, el horror y la belleza de la realidad, para subvertirla, para cantar la podredumbre y la posibilidad. Este poema me obsesiona. Una vez lo dije y ahora lo reitero: si pudiera me tatuaría estos cuatro versos en el interior de los párpados para que al cerrar los ojos pudiera recordar siempre lo que es importante.