Las
célebres órdenes de la noche es un cuadro de Anselm Kiefer
donde se autorretrata como un cuerpo yacente sobre un suelo
erosionado bajo la enormidad del cielo nocturno. Sobre terrenos
afines construye Diego Sánchez Aguilar (Cartagena, 1974) su
último libro de poemas, tras Diario de las bestias blancas,
2008, donde ya trabajaba el comentario pop de corte existencialista
que aquí depura hasta lograr un libro profundo, inquietante y
redondo. A través de tres itinerarios narrativos, plagados de
fórmulas y referencias bíblicas, se nos sitúa en un afuera: el
destierro hospitalario, la niña perdida y la criatura de
Frankestein, que sirve de palanca para abrir lo que todos llevamos
dentro y poder asomarnos a ese vacío que nos llena, y tomar
conciencia.
Cantar
del destierro consta de veinticuatro poemas encadenados acerca de
la experiencia del pre y del postoperatorio, en una suerte de mística
de la hospitalización que lo conecta con el Rubén Martín
de Sistemas inestables, 2015, o que se evidencia en la
intertextualidad explícita con William Blake. En el
hospital la muerte nos vigila y nos acecha, su inminencia es
cotidiana: “escucho a mi cadáver” (p.27), porque estar vivo es
ir incubando la muerte. “El árbol sigue inventando el desierto”
(p.16) se apostilla en una de las múltiples imágenes paradójicas
que pueblan el libro y que lo emparentan con un Roberto Juarroz
tan estudiado, suya es la edición de Cátedra de Poesía Vertical,
como bien asimilado; destacan aquí los recurrentes ojos que no ven,
por estar cerrados, a oscuras o ser los ojos de un muerto, o de
Edipo. No ver equivale a mirar el desierto, lo que no tiene límite:
la muerte. Ante esa angustia existencial responde con el lenguaje,
contando, a pesar del vacío, como Sherezade (p.26) que cuenta
historias para seguir con vida un día más.
El
bosque y la muchacha es un pequeño cuento de terror entre la
referencia pop y los relatos atávicos de niños perdidos en el
bosque, “ahora ya sabes esto: nadie escapa” (p.45). No hay otro
mundo, otra vida, a la que huir. La niña perdida podría ser la niña
a la que se encuentra el monstruo en el lago, por lo que se presenta
la inquietante posibilidad de que el convaleciente de la primera
parte sea la propia criatura de Frankestein. Como sea, es Evangelio
del Dr Frankestein lo que lleva a este libro a consolidarse como
una obra importante, de lo más destacado en mucho tiempo. Aquí se
edifica un palimpsesto de realidades y discursos en torno al rodaje
del Frankestein de James Whale, donde se entretejen los
planos de la escritura del libro, la película, el guion, la obra
original de Mary Shelley, el rodaje con los actores y sus
personajes, y la misma Biblia, en un erjercicio sobresaliente de
metaficción rizomática, donde todo es real y simulado a un tiempo,
y que deja a la intemperie la propia condición humana. Desde la
asociación de Whale con la ballena que se tragó a Jonás, que a su
vez anticipaba la resurrección de Cristo y, por deriva, hasta de la
criatura, o la repetida metáfora del decorado de cartón piedra como
espejo del propio ser humano: “estamos llenos de nada” (p.58) nos
construimos en ese hueco, y somos, también, como la criatura, como
el mismo metraje montado de la película, o el mundo todo, fragmentos
cosidos. Si hay Dios, es la cicatriz. Una disección excelente de la
idiosincrasia del hombre contemporáneo. Somos eso. Por eso el
monstruo excede al lenguaje, porque el vacío que nos hace no se
puede nombrar; y sin embargo este libro lo logra.
(reseña aparecida en el número de septiembre de 2017 de la revista Quimera)
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