TUSCUMBIA,
Lola Nieto, Harpo Libros, Madrid, 2016, 88 pp.
En Mulholland Drive (2001) David Lynch nos muestra una secuencia donde
se canta una canción en un playback fantasmagórico, que pareciera decir que el
lenguaje rompe amarras con cualquier emisor y vive por sí mismo y más allá del
mundo, mientras las protagonistas lloran entre el público del Club Silencio.
Entonces descubren una caja, miran dentro, el plano se pierde en su interior, y
la realidad ya es completamente otra. Una caja como cada uno de los textos de Tuscumbia. Podría ser. Tuscumbia es también
el pueblo de Alabama donde se produjo el famoso milagro de Ana Sullivan:
enseñar a leer, escribir y hablar a Helen Keller, una mujer sorda y ciega. Abrió la caja del lenguaje dentro de la caja
oscura de su aislamiento para descubrir que tanto el lenguaje como el mundo que
conforma no es otra cosa que una convención aceptada, una amalgama de símbolos
tejidos para salvarnos aparentemente de la soledad. Una mentira maravillosa y
terrible, cuyas reglas y sentido pueden ser otros. Sobre esas coordenadas traza
Lola Nieto (Barcelona, 1985) el mapa de su segundo libro, tras el interesante Alambres (Kriller71, 2014). Un mapa
“deforme y libre” (p.29) sobre distintos tipos de soledad y aislamiento, desde
la alienación laboral a la enfermedad, que pone en cuestión la relación del
lenguaje, y por tanto de la literatura, con la realidad. Un libro consciente de
que “ninguna palabra nos dice” (p.29) y de que los símbolos convenidos, lo que
parece significar el mundo, están siempre cerca de perder su significado, que la
función del lenguaje pende de un hilo demasiado débil, que el mundo y lo que
somos es más incertidumbre que otra cosa. Y, también, que “no explicar a veces
ayuda a explicar y a seguir viviendo” (p.35). Porque este es un libro sobre el
misterio y desde el misterio, consciente de que el asombro es el motor de todo
arte, y puede que de toda vida digna.
Y
en ese camino de cuestionamiento de las convenciones lingüísticas, rompiendo
con ellas o ensanchando sus límites, nos encontramos los hallazgos más notables
de este libro, sin desmerecer las atmósferas enrarecidas, las historias como de
cuento o mal sueño que profundizan en la veta del misterio a la que antes
aludíamos, y que lo vuelven a hermanar con Lynch. Tuscumbia hibrida sin remilgos los géneros literarios y hace indistinguible el poema del relato, y,
sobre todo, reclama la función expresiva de la página impresa y la tipografía,
el valor significativo de los significantes, en lo que podríamos catalogar como
una escritura pictórica. Lecciones de Mallarmé y sus dados, pero tirándolos lejos
del azar. Ese valor de la comunicación plástica, más allá de la mera palabra,
se conjuga además con una dicción propia de la oralidad, lo que añade más
extrañeza y originalidad. Enjambres de puntos que son mariposas en vuelo, palabras
rotas por el temblor del que hablan, palabras que giran, se empequeñecen o
agigantan, que te dicen lo que son en un símbolo nuevo y puede que más preciso,
como esas “cuatroooo gotitas” (p.14). Del mismo modo en que juega con las
anáforas para desgastar el sentido o con las palabras inventadas, como ese
“dudú dudurudú” (p.29), para situarlas en el mismo plano que las aceptadas,
para demostrar que aquello de Derrida de que el poema siempre está a punto de
carecer de sentido se puede aplicar al lenguaje mismo, a la realidad; y que hay
momentos en los que irremediablemente se rompe todo y ningún lenguaje sirve
porque no sirve el mundo, como se aprecia en el último texto donde cruza
fragmentos de Jean Améry con el relato del suicidio de una madre, con la
incomprensión del mundo que genera, con el antilenguaje que crea. Con el enigma
en carne viva. Esta contundente coda cierra un
libro que abre algunas puertas poco cruzadas y confirma a Lola Nieto como una de las voces a
las que hay que seguir la pista, las que demuestran que la poesía está “para
hacer ruido y romper la ciudad muda”. (p.45) Eso: abrir la caja del Club
Silencio, entrar dentro, llegar a Tuscumbia.