CELEBRACIÓN, Gonzalo Hermo, La Bella Varsovia, 2017, Madrid, 68 pp.
Celebración
ya
apareció en gallego en 2014, y fue premiado con el Premio Nacional
de Poesía Joven y con el Premio de la Asociación Española de
Críticos Literarios, lo cual no tiene por qué significar nada
literariamente. Ahora Miriam
Reyes
lo traduce al castellano y comprobamos que hay un autor y un libro
sólidos tras los galardones. Gonzalo
Hermo
(Rianxo, 1987) escribe un conjunto de poemas orgánico que pone en
cuestión la solidez de tres de los grandes pilares sobre los que se
asienta la poesía contemporánea desde el ya viejo romanticismo: el
tiempo, el yo y el lenguaje. El autor constata que el tiempo, y el
ser en el tiempo, son materiales inestables, en constante mutación,
que chocan con la ansiedad por fijar la realidad que tienen tanto el
lenguaje como la escritura poética. Y sin embargo escribe acerca del
paso del tiempo, pero muy alejado, como no podía ser de otra forma,
del tópico elegíaco que tanto contamina tanta poesía; escribe
contra cualquier conato de nostalgia: el paso del tiempo no se llora,
se celebra, porque no hay pérdida, aunque se pierda, aunque ni
siquiera el poema sea capaz de retenerlo. O tal vez por eso. El
tiempo se celebra con toda su erosión y toda su nada amenazando: “no
queremos un cuerpo que no sepa estropearse” (p.31). El tiempo se
celebra con todo su olvido, con toda su muerte acechando: “ No
tememos la muerte// La llevamos dentro// La celebramos” (p.53). Por
lo tanto toca aceptar que nada permanece nunca, y cantar desde ahí,
desde el poema que sabe que no puede decir lo que le excede, pero que
se construye en un conjunto de ficciones luminosas idénticas al
collage de tiempos (re)creados con el que conformamos nuestra
identidad. Nada permanece, y lo celebramos. Nada de lo que somos es
más estable que la materia temporal que nos construye: “Apurados
por el exceso/ prometimos regresar/ con un cuerpo distinto cada
día.//Pero hay una sola memoria/ una sola memoria/ que nos miente”
(p.33).
Diríamos
pues que la tara es el molde del que se sacan estos poemas,
conscientes de la imposibilidad de decir lo que es el frío, la
pequeñez del musgo y su tacto, todo el universo que resbala en una
gota de rocío; y a pesar de eso, de un lenguaje superado y de un yo
que se sabe líquido, estos poemas conciben su propia vida, su
belleza susurrada a pesar del tiempo y del mundo, afilándose como
una grieta necesaria en la aparente solidez de las cosas. A pesar, o
precisamente. Porque cómo fijar por escrito algo que no deja de
cambiar, cómo decir la vida, cómo resolver la paradoja de que “el
lenguaje dura/ los cuerpos no” (p.52), cómo cantar todo eso sino
aceptándolo y perdiéndose poema adentro como quien se pierde en el
bosque sin esperar nada al otro lado salvo el murmullo siempre nuevo
de los árboles, con la mirada del incendio como amenaza, sí, con la
promesa de la primavera como esperanza, también, pero en el bosque.
En el poema. Sin más. Celebrando la claridad del que sabe que nada
permanece y todo nos pertenece. Celebrando la posibilidad de cantar
para/con el otro: “donde hallemos silencio habrá ruido/ esperando
encontrar/ un oído que lo escuche” (p.36). Es este un libro que
no está escrito en mármol sino en el agua, y que sabe que la poesía
tiene más de improbabilidad que de certeza: “Quisiera saber/ si
conseguiré regresar del frío/ con un corazón imposible de decir”
(p.46), se pregunta, y cuando llega a la conclusión de que no hay
nada más allá, de que todo es una nada maravillosa, asiente y lo
celebra con nosotros.
(reseña aparecida en el número de febrero de 2018 de la revista Quimera)
No hay comentarios:
Publicar un comentario