
El chico trabajaba en la Bauhaus, enseñaba diseño. En su corazón había una central nuclear rusa, mucho antes de que existieran las centrales nucleares. No quiso fotografiar un espectro, no quiso hibridar el humo de la mística con los discursos de la industria. No era su intención representar ningún dios, ni hacer un relato minucioso de lo que significa un ojo cerrado. Un ojo solitario, único, cerrado, seguramente una mancha más que nuestros ojos abiertos recomponen en el envés de su espejo. U otra cosa. Suma teológica del blanco y negro. Abstracción de la carne, justo en el umbral entre los dos mundos: representación material e irrepresentación. Dentro de un túnel. De la cabeza del chico húngaro de la Bauhaus. El inventor de trampas contra el frío. Que posiblemente no quiso decir nada de eso. Pero claro. Yo creo con firmeza que en esta foto hay una parte sustantiva de cada uno de nosotros. El ojo se abre, deja salir un foco de luz que nos deja ciegos. Creo en la llama.